Autoridad Clerical y Ordenación en la Iglesia Cristiana Primitiva

Autoridad Clerical y Ordenación en la Iglesia Cristiana Primitiva

Por Daniel A. Augsburger

Estudiar la evolución del concepto de la ordenación resulta especialmente apropiado en un momento cuando los paradigmas institucionales de la iglesia tradicional están siendo atacados. El conocimiento de la historia de la ordenación y del surgimiento del poder eclesiástico puede mostrar si los paradigmas se originan en la iglesia primitiva o reflejan influencias religiosas posteriores y quizás ajenas. En otro nivel, conocer el desarrollo de la idea de la ordenación puede ayudarnos a entender mejor las fuerzas que forman y modifican nuestros rituales. Para los cristianos jóvenes, aburridos de ser espectadores y ansiosos por participar en la iglesia, un estudio del  desarrollo de la autoridad de la iglesia y de la ordenación mostrará hasta qué grado participaban los laicos en los primeros siglos en todos los aspectos de la vida de la iglesia[1].

En el desarrollo de la autoridad clerical encontramos tres etapas importantes. La primera fue un período de gran participación de todos los miembros en el servicio de la iglesia, cuando el bautismo y no tanto la ordenación era la credencial genuina para trabajar en la iglesia. En una segunda etapa, cuando el obispado se tornó monárquico, la ordenación expresaba la legitimidad de su designación, y la confianza en su ortodoxia y moralidad. Con la iglesia imperial y San Agustín sobreviene la tercera etapa, cuando la ordenación adquiere caracter indelibilis y sacramental, “una marca indeleble”, vinculada para siempre a la persona que ha sido ordenada. Con esta tercera etapa, el clericalismo, con su clara distinción entre ministerio y laicado, triunfó en la iglesia. Se consideró al clero dotado de un don espiritual singular que lo separaba totalmente del laicado, mirado ahora como ignorante y moralmente indigno. En ese punto la ordenación se convierte en un privilegio celosamente guardado que confería inmenso prestigio y autoridad.

El clima anticlerical de la iglesia primitiva

Para la primera generación de cristianos, el clericalismo era impensable porque entraba en conflicto con su visión de la iglesia, su concepto del ministerio y el papel del laicado en las actividades de la iglesia. La iglesia era una institución divina, no humana. Era la iglesia de Jesús y él era la autoridad. El término escogido para describirla, ekklesia, designaba en griego clásico la reunión formal de la gente de una ciudad así como el ejercicio de sus derechos como ciudadanos. Como la usaron los traductores judíos del Antiguo Testamento, ekklesia se refiere a la asamblea del pueblo de Dios delante del Señor, cuando experimentaban la realidad de ser el pueblo escogido.

La adopción del mismo término por la comunidad cristiana revelaba, como dice A. J. Mason, “la audacia de su fe”, que en Jesús ha sido elegido un Israel radicalmente nuevo[2]. Ellos eran la ekklesia tou theou, el verdadero pueblo de Dios. Su comunidad no existía por causa de una relación de parentesco, sino por la unidad en el Espíritu. Una metáfora favorita era el cuerpo, del cual Cristo era la cabeza y en donde cada miembro tenía la misma importancia. La ekklesia era gobernada por el Espíritu (véase Hch 20:28). Con ese concepto de iglesia había poco espacio para líderes dotados de autoridad institucional.

El verdadero sacerdocio cristiano

Los primeros cristianos no sintieron necesidad de sacerdotes humanos. Acariciaban la idea de que su verdadero sumo sacerdote era Jesucristo, quien intercedía por ellos en el cielo y que por lejos era mejor que el sumo sacerdote judío. Policarpo (murió c. 156), por ejemplo, se refiere a Cristo como “el sumo sacerdote eterno y celestial”[3].  Clemente de Roma (obispo c. 88-c. 97) llamó a Jesús “el sumo sacerdote que ofrece nuestros dones, el protector y ayudador en nuestras debilidades”[4].

Por lo tanto, no había necesidad de ofrendas sacrificiales. Justino Mártir (murió c. 163) resumió los sentimientos de los primeros cristianos al decir que Dios “no necesitaba de sacrificios sangrientos, libaciones e incienso. Pero lo alabamos con todas nuestras fuerzas por medio de la oración y acción de gracias por todo el fortalecimiento que de él recibimos”[5]. Ireneo (c. 5 115-c. 202) dijo a sus lectores que “Dios no busca sacrificios y holocaustos de ellos, sino fe y obediencia, y justicia por causa de su salvación”. Y explicaba: “El sacrificio de Dios es un corazón afligido, el dulce sabor a Dios es un corazón que glorifica a quien lo formó”[6].

Este rechazo de la necesidad de un sacerdocio humano tuvo importantes consecuencias para la actitud hacia la ordenación. Al liberarse del modelo de culto del Antiguo Testamento, los cristianos no se sintieron atraídos por las elaboradas ordenaciones sacerdotales del antiguo pacto. Sin sacerdotes, la ordenación se tornó menos significativa.

El sacerdocio de los creyentes

Siendo que todos los cristianos, judíos o gentiles, podían ofrecer sacrificios espirituales, todos eran sacerdotes. Justino Mártir escribió:

Habiendo sido encendidos por la palabra de su llamado, somos ahora de la verdadera familia sacerdotal de Dios, como él mismo lo testifica, cuando dice que en cada lugar entre los gentiles se le ofrecen sacrificios puros y agradables. Dios no recibe sacrificios de nadie, excepto por medio de sus sacerdotes[7].

Ireneo declara: “Todo aquel que es justificado mediante Jesucristo tiene la orden sacerdotal”[8]. Al mismo tiempo, el sacerdocio de los creyentes no era un asunto de discusión mayor en el cristianismo primitivo[9]. La doctrina fue enseñada probablemente en su forma más clara en los escritos de los padres de la iglesia alejandrina, quienes derivaban sus enseñanzas de 1 Pedro. “Nos hemos convertido en una ofrenda consagrada a Dios por el amor de Cristo”, dice Clemente de Alejandría (c. 160-215). “Somos una generación escogida, el real sacerdocio, la nación santa, el pueblo peculiar, que antes no era un pueblo, pero ahora es el pueblo de Dios”[10].

La participación laica en las actividades de la iglesia

La participación de los laicos en la iglesia primitiva era notable[11]. No eran espectadores pasivos sino que participaban en la liturgia, respondían al ministro que presidía y cantaban. También traían presentes al altar y tenían parte en la enseñanza de la doctrina ortodoxa. En el comienzo, cuenta Ambrosiastro (última parte del siglo IV), antes que los obispos tomaran para sí

la función magisterial de la iglesia “cada uno enseñaba” la fe que era suya[12]. Las Constituciones apostólicas instruían: “Aun si el maestro es un laico, si fuere hábil en la palabra y reverente en los hábitos, permítanle enseñar”[13]. De acuerdo con la Tradición apostólica, de fines del siglo II o la primera parte del siglo III, se prescribía un proceso de tres años de instrucción religiosa. Terminaba con una imposición de manos, “ya sea que el maestro fuera un eclesiástico o un laico”[14].

Los primeros cristianos no tuvieron objeción a que los laicos bautizaran. Ambrosiastro, autor del primer comentario latino de las epístolas paulinas, declaró que en los primeros tiempos “todos bautizaban”[15]. Jerónimo, traductor de la Vulgata, afirmó que en su tiempo (c. 347-420), los laicos a menudo bautizaban en lugares remotos[16]. Sin embargo, como dice Tertuliano (c. 160-c. 212), aunque los creyentes tenían el derecho a bautizar, no se aconsejaba a los laicos “asumir funciones que debieran ser reservadas a los miembros del clero”[17]. Si bien los laicos podían bautizar, no hay evidencias de que presidieran la eucaristía.

Tanto la Tradición apostólica como Cipriano (c. 200-258) nos dicen cuán importante era el papel del laicado[18]. Hasta Constantino los laicos elegían al clero. También participaban en la disciplina de la iglesia. Policarpo de Esmirna creía que el laicado y sus presbíteros tenían el derecho de disciplinar a un presbítero indigno[19]. Cipriano describió el papel del laicado en términos muy enérgicos; dice que tuvo que persuadirlos, aún más, “arrancarles por la fuerza”, la readmisión de separados cismáticos[20].

Los laicos compartían activamente su fe. Orígenes (c. 185-c. 251) los describe en su obra contra Celso, crítico pagano del cristianismo, yendo de villa en villa para esparcir el evangelio a sus propias expensas. Tanto hombres como mujeres participaban en la testificación[21].

La ordenación de los laicos era su bautismo. Tertuliano explicó lo que ocurría: “A medida que salíamos del lavacro, éramos ungidos con la santa unción, tal como los sacerdotes eran ungidos con el aceite de los cuernos del altar en la dispensación antigua”[22].

Ausencia de referencias a la ordenación en los primeros tiempos

Se debe tener en cuenta el cuadro precedente del espíritu de la iglesia primitiva para entender la carencia de referencias a la ordenación en aquellos primeros siglos. Así escribe el erudito católico Joseph Lécuyer:

Los datos concernientes al ritual de ordenación de los ministros es extremadamente escaso en las primeras generaciones de cristianos. En particular está prácticamente ausente la convicción de alguna relación singular entre el ritual —la imposición de manos— y un don especial del Espíritu Santo[23].

El primer manual cristiano de práctica eclesiástica, la Didaje, da información con respecto a la vida de la iglesia en Siria a fines del primer siglo. Además de proveer orientación para la conducción del bautismo, de la cena del Señor y la observancia del día del Señor, la Didaje presta mucha atención al tratamiento de los apóstoles viajeros y profetas. A ellos se les debía dar los primeros frutos de graneros y campos, “porque son vuestros sumo sacerdotes”. Se instaba a la congregación local a elegir obispos y diáconos capacitados, “porque el ministerio de ellos para con ustedes es similar al de los profetas y maestros”[24]. Obviamente el obispo no era el oficial más prominente y no hay referencia a la ordenación en la Didaje. Tampoco hay representación de ordenación en el arte cristiano primitivo[25].

De la misma manera, los alejandrinos tampoco dieron demasiada significación a la ordenación ritual. Por ejemplo, Clemente de Alejandría distinguía dos niveles de jerarquía: uno visible que se manifestaba por la imposición de las manos (jeirotonia) y la jerarquía real, o sea la santidad, de quienes seguían en las huellas de los apóstoles al vivir en la perfección de justicia de acuerdo con el evangelio[26]. Orígenes observa la dignidad de las órdenes eclesiásticas, pero afirma que la verdadera dignidad consiste en ser virtuoso[27].

No hay referencias a la ordenación del clero en los documentos donde sería más natural encontrarlas. Por ejemplo, Clemente de Roma escribió a la iglesia en Corinto, donde algunos laicos se habían rebelado contra su obispo. Clemente los reprende por su falta de preocupación por un orden apropiado en la iglesia, recordándoles que la naturaleza y las escrituras enseñan que el orden es indispensable; y que los apóstoles mismos habían designado obispos y diáconos. En ese punto hubiera parecido apropiado recordar a los corintios la autoridad especial otorgada a aquellos líderes mediante la ordenación, pero nada se dice.

La preocupación por el orden de la iglesia es un tema central en las cartas de Ignacio de Antioquía, escritas a las iglesias del Asia Menor a comienzos del siglo II. La esencia de la iglesia era la unidad, la cual reflejaba la unidad entre el Padre y el Hijo, y entre Cristo y los apóstoles. Sobre la tierra el instrumento de esa unidad era el obispo. En un bien conocido pasaje de su Carta a los esmirnenses, Ignacio llega a decir: “Ustedes todos deben seguir al obispo como Jesús siguió al Padre. Sigan también a los presbíteros como si fueran los apóstoles; y respeten a los diáconos como respetarían a la ley de Dios”[28]. Aquí bien podría haberse mencionado la ordenación, pero no se lo hace. Hans von Campenhausen declara: “A lo largo de los tres primeros siglos de la iglesia, ni un solo obispo recurre a su consagración para reclamar para el clero una posición privilegiada como sacerdotes en contraste con el laicado”[29].

La idea de una cadena de fieles transmisores de la verdad le interesa a Ireneo, quien estaba conectado con el apóstol Juan por intermedio de Policarpo, el mártir. En su tratado sobre la sucesión apóstolica, Ireneo declara que la tradición desde los apóstoles puede ser descubierta en cada iglesia y que es posible enumerar a los que fueron instituidos obispos por los apóstoles y sus sucesores hasta su propia época. Con todo, no hay la más mínima sugerencia de que el “seguro don de la verdad” se transmitiera por una sucesión ininterrumpida de ordenaciones[30].

La ordenación al final del segundo siglo

Tertuliano

Tertuliano, quien escribió al final del siglo II, no proporcionó una descripción de la ordenación pero señaló que ya había una clase ministerial, una ordo/ordine, término que le agradaba porque expresaba la idea de santidad y majestad del oficio ministerial. En su intento por mantener ordo y plebs dentro de los límites debidos, Tertuliano se pronunció contra las herejías que no reconocían diferencias entre los catecúmenos y los miembros bautizados, y entre éstos y el clero.

Por sus críticas a la ordenación de los herejes podemos deducir algunas de las características del ritual de su época en el norte de Africa.

Sus ordenaciones [las de los herejes] son precipitadas, irresponsables e inestables. A veces, nombran novicios, otras veces a hombres ligados a oficios seculares, a veces a quienes se apartaron de nosotros… Así es que un hombre es obispo hoy, otro mañana. El diácono de hoy es el lector de mañana, el que es obispo hoy, mañana es un laico[31].

Este pasaje sugiere que los nombramientos para los puestos en las iglesias ortodoxas no eran temporarios y que no podían incluirse a los novicios en los rangos ministeriales. Saca a luz la diferencia entre el enfoque carismático de los herejes y las decisiones bien estudiadas de los ortodoxos.

Tertuliano insistió en la monogamia absoluta para la ordo sacerdotalis. Si un sacerdote se volvía a casar después de enviudar, perdía su lugar en esa ordo[32]. La ordenación podía ser revocada por quebrantar las reglas de la iglesia[33]. No había marca indeleble, un aspecto importante de la ordenación en tiempos posteriores.

La Tradición apostólica

Cerca del comienzo del tercer siglo, aparecen instrucciones detalladas para el servicio de la ordenación en la Tradición apostólica de Hipólito (c. 170-236).

En su Refutación de todas las herejías, Hipólito afirma que los dones del Espíritu se habían transmitido desde los apóstoles “a hombres de creencia ortodoxa”. Declara: “Nosotros somos sus sucesores, y compartimos los mismos dones del sumo sacerdocio y enseñanza; somos contados entre los guardianes de la iglesia, y por esta razón no podemos cerrar nuestros ojos ni callar en cuanto a la enseñanza correcta”[34].  Aunque el argumento de la superioridad del ministerio ortodoxo es idéntico al de Ireneo o Tertuliano, el tono de este padre del siglo III es diferente. El énfasis sobre nosotros, con las acepciones de sabiduría y autoridad, es bastante diferente del énfasis encontrado anteriormente. Hipólito se compara a sí mismo con el sumo sacerdote de Israel y se incluye entre los guardianes de la iglesia.

Gregory Dix afirma que “se reconoce generalmente que la Tradición apostólica de San Hipólito es la fuente de evidencia más iluminadora que se conserva respecto de la vida interna y político-religiosa de la iglesia cristiana primitiva”[35]. El rito de ordenación en Tradición apostólica muestra que el servicio eucarístico se había convertido en el corazón de la función sacerdotal. La jeirotonia, la imposición de manos, se reservaba ahora estrictamente para quienes participaban en el servicio eucarístico. Esto se manifiesta en las instrucciones para la designación de las viudas.

La viuda sea instituida [kathistatai] mediante la palabra solamente y sea así contada entre lasviudas [matriculadas]. Pero ella no debe ser ordenada [jeirotonetai] porque no ofrece la oblación ni tiene un ministerio [leitourgia]… Pero la ordenación [jeirotonia] es para el clero [kleros] a cargo del ministerio litúrgico[36].

La katastasis permitida a las viudas viene de la tradicional ceremonia grecorromana para investir a un oficial público. No se puede encontrar equivalente pagano de la jeirotonia, la imposición de manos, en el mundo clásico. Derivó de la ordenación de los sacerdotes judíos e implicaba la dotación de una gracia especial que habilitaba al sacerdote a realizar su servicio.

El término leitourgia en el griego clásico describe el desempeño de un servicio honorífico especial para el estado, tal como, por ejemplo, equipar un navío de guerra o proveer un coro para una actuación teatral en una ceremonia importante. La dimensión de honor era importante para ese término. En el siglo II a.C. la palabra se usaba en el lenguaje popular para el servicio sacerdotal en la adoración de los dioses. En la Septuaginta traduce el hebreo sharath para designar la participación en el culto divino, ya fuera como oficiante o como adorador. Mientras que en el Nuevo Testamento el término más común para servir es diakonia, en el tiempo de Hipólito leitourgia y munus eran términos aceptados para el desempeño del culto cristiano, especialmente la eucaristía. Estas palabras comunican la idea del prestigio de quien puede oficiar en el servicio de la iglesia[37].

La ordenación del obispo era mucho más elaborada que la de los presbíteros y diáconos, e incluía varios pasos importantes. Primero venía la elección y confirmación del nuevo obispo, quien era escogido por “todo el pueblo”. Posteriormente la elección era confirmada “por toda la gente reunida en el día del Señor junto con el presbiterio y aquellos obispos que puedan asistir”. Sin embargo, en la oración de ordenación que seguía, el obispo era claramente el que Dios había elegido”. Así se interpretaba que la decisión de todo el pueblo era la expresión de la voluntad divina[38].

Bajo la dirección del Espíritu Santo el obispo era elegido y confirmado por la comunidad toda; era un don de Dios para su pueblo en una ubicación particular. El obispo era el testigo viviente de la tradición ortodoxa, y unía la iglesia con sus raíces, los apóstoles y Cristo. El obispo dedicaba toda su vida a una congregación y su transferencia a otra iglesia era extremadamente rara y generaba mucha crítica.

La selección colectiva del obispo por parte de todos encuentra una expresión ritual en la imposición de manos por los obispos participantes, mientras que la congregación en absoluto silencio oraba “en su corazón por el descenso del Espíritu”. Después de estudiar cuidadosamente el tema desde los puntos de vista lingüístico e histórico, Everett Ferguson concluye que

en el cristianismo primitivo la idea básica acerca de la imposición de las manos no era crear un substituto o transferir autoridad, sino conferir una bendición y peticionar por el favor divino. Por supuesto, la bendición en el pensamiento antiguo era mucho más que un sentimiento favorable; era entendida como un impartir algo bien definido (como en las bendiciones patriarcales del Antiguo Testamento). “La mano” en el uso bíblico era símbolo de poder. La imposición de las manos acompañaba la oración en el uso cristiano. En esencia era una oración dramatizada, y la oración expresaba la gracia que se le pedía a Dios que otorgara. Como un acto de bendición, se consideraba que efectuaba aquello para lo cual la oración había sido pronunciada[39].

La investidura de la autoridad episcopal se efectuaba mediante otra imposición de manos por parte del obispo que ofrecía la oración de consagración. En ella se delineaban las obligaciones del obispo.

Padre, tú que conoces los corazones, concede a éste tu siervo a quien tú has escogido para el episcopado, alimentar a tu santo rebaño y servir como tu sumo sacerdote, que pueda ministrar intachablemente de día y de noche, que pueda propiciar incesantemente tu faz y ofrecerte los dones de tu iglesia santa.

Y que por el Espíritu sumo sacerdotal pueda tener autoridad para perdonar pecados de acuerdo con tu mandato, asignar suertes de acuerdo con tu voluntad, deshacer todo lazo de acuerdo con la autoridad que diste a los apóstoles, y que pueda agradarte en mansedumbre y en un corazón puro, ofreciéndote un olor de vida para vida[40].

Esta oración presenta al obispo como pastor y sacerdote. Como pastor el obispo representaba a Dios en la iglesia, pero como sacerdote representaba al pueblo, propiciando el rostro divino y ofreciendo a Dios los dones de la congregación. La insistencia sobre las obligaciones sacerdotales del pastor es significativa. El documento no contiene referencias a las responsabilidades administrativas o al ministerio docente del obispo. La ordenación se centraba en sus funciones litúrgicas, especialmente la ofrenda de la eucaristía y su autoridad penitencial.

En tiempos de Hipólito se creía que el obispo estaba relacionado con los apóstoles, no por una sucesión de personas que enseñaban la verdad, sino por la transmisión del don de un Espíritu principesco. La oración de ordenación imploraba a Dios: “derrama copiosamente ese poder el cual es de ti, del Espíritu principesco el cual tú enviaste a tu amado hijo Jesucristo, el cual él concedió a sus santos apóstoles que establecieron la iglesia”[41].

Estas funciones del obispo según la Tradición apostólica, reflejaban los profundos cambios que se habían dado dentro del cristianismo: la metamorfosis de la eucaristía en un sacrificio ofrecido por el obispo y la transformación del episkopos (supervisor) en sacerdote. La eucaristía tomó una nueva significación; no era más una cena, sino que se convirtió en un sacrificio ofrecido a Dios[42].

Por supuesto, esta transformación del líder congregacional en sacerdote contradecía lo que era la jactancia de los primeros cristianos: que se habían separado del sistema sacrificial judío, que su sumo sacerdote Jesús era por lejos superior al sumo sacerdote judío, y que sus sacrificios espirituales de oración y buenas obras eran mucho mejores que las ofrendas carnales de los judíos. Sin embargo, con el tiempo llegarían a establecer relaciones entre sus ministros y los sacerdotes israelitas. Así como el sumo sacerdote era la cabeza de la institución religiosa, ahora el obispo como sacerdote era la cabeza de la iglesia local[43].

La oración de ordenación reflejaba la importancia de las obligaciones disciplinarias del obispo. En el comienzo, cuando regía un rigorismo total, había solamente una oportunidad de arrepentimiento después del bautismo. Posteriormente, a medida que se desarrolló el sistema penitencial, el obispo necesitó autoridad especial para asignar las penitencias y determinar cuando la penitencia se había completado y el pecado podía ser perdonado. La sucesión apostólica se convirtió en la transmisión, descendiendo de una generación de obispos a otra, del poder que Jesús había dado a Pedro de atar y desatar. El poder de las llaves del reino adquirió ahora plena importancia y dio a los obispos inmenso prestigio.

El lenguaje reflejó este cambio. En el vocabulario de la era apostólica no había término específico para designar a quienes tenían derechos sagrados[44]. Recién en el siglo tercero comenzó a usarse la palabra clerus en contraste con plebs, el pueblo, como neologismo tomado del griego kleros, con una clara connotación levítica[45]. También en el mismo período el término sacerdos (sacerdote), reservado en los primeros tiempos a Cristo, comenzó a aplicarse al clero.

La Tradición apostólica también contiene instrucciones para la ordenación de presbíteros y diáconos. En la ordenación de un presbítero, el obispo cumplía el papel principal al imponer las manos, pero los demás presbíteros también las imponían. Se usaba la primera parte de la oración de ordenación para obispos, pero la segunda, que describe las responsabilidades del obispo, era reemplazada por una petición del “espíritu de gracia y consejo”, a fin de que el presbítero pudiera “participar en las actividades del presbiterio y gobernar al pueblo con corazón puro”[46].

El párrafo siguiente se refiere a la designación de presbíteros. Ellos debían ser “consejeros asociados”, que compartían el “espíritu de grandeza” común a todo el clero. La Tradición apostólica aclara que los presbíteros no podían impartir las órdenes sacerdotales. Sus manos se imponían sobre un nuevo presbítero, no para recibirlo dentro del clero sino meramente para bendecir, mientras que el obispo ordenaba[47].

En la ordenación del diácono, solamente el obispo apoyaba las manos sobre él. La Tradición justifica la diferencia declarando que el diácono no era ordenado para el sacerdocio sino para servir al obispo. Su función era la de informar al obispo sobre los miembros que estaban enfermos, para que pudiera visitarlos; era el custodio de la propiedad de la iglesia y debía informar lo que tenía que atenderse. La oración de ordenación requería para él “el espíritu de gracia y veracidad y diligencia”[48]. Este énfasis sobre diferentes espíritus otorgados al obispo, los presbíteros y los diáconos muestra que la ordenación se hacía según la función más que por la recepción de una gracia única.

Se da un tratamiento especial a los confesores, los cristianos que se mantenían fieles cuando perseguidos y torturados. La sección 10 de la Tradición apostólica establece que no hay necesidad de imponer las manos sobre una persona que ha estado en prisión por el nombre de Jesús, “porque tiene el oficio del presbiterio por su confesión. Pero si es designado obispo, deben imponérseles las manos”[49]. No necesitaba imponerse las manos sobre una persona que demostraba el espíritu de sanidad;[50] el don espiritual evidente hacía innecesaria la ordenación. De este modo podemos concluir que un importante aspecto de la ordenación era la legitimación de la autoridad del obispo.

La posición de la mujer en el culto

Se podría esperar que los cristianos hubieran tratado a la mujer en forma muy diferente a sus contemporáneos. En varias ocasiones Jesús había demostrado las capacidades espirituales de la mujer y, bajo inspiración, los apóstoles pronunciaron principios que debían haber revolúcionado las relaciones entre hombres y mujeres. Sin embargo, en la práctica los primeros cristianos hallaron difícil hacer que los excelsos ideales de su fe superaran el poder enceguecedor de su cultura. Compartían los estereotipos negativos y los prejuicios de sus vecinos judíos y paganos, los cuales frecuentemente reforzaban con referencias bíblicas erróneamente aplicadas[51]. Fuera de notables excepciones, creían que las mujeres eran seres inferiores, sensuales e incapaces de resistir la tentación. Tertuliano se puso elocuente sobre la culpa de la mujer: “Tú eres la puerta de entrada del diablo, la violadora del árbol; la primera desertora de la ley de Dios. Eres la que engañó a quien el diablo no era suficientemente poderoso para asaltar”[52]. Ireneo argumenta que Eva no fue hecha a imagen de Dios sino a la imagen del hombre. Ella fue la causa de la muerte[53].

Celso, a quien Ireneo le dirige su defensa del cristianismo, no podría haber encontrado cosa más despreciativa que decir que era una religión de mujeres. De acuerdo con Celso, María Magdalena, una mujer histérica que dijo que vio a Jesús después de su resurrección, era la verdadera fundadora de esa fe[54].

Los paganos eran especialmente hostiles hacia las mujeres que habían abandonado la religión pública estatal y actuaban en cultos privados. Se creía que los cultos religiosos privados eran letrinas de inmoralidad. En su Asno Dorado, Lucio Apuleo, escritor latino norafricano de principios del siglo II, describió a una mujer, que la mayoría de los críticos piensan que era cristiana, revelando lo que los paganos sentían hacia ellas. Esta descripción es puesta en la boca de un asno:

El panadero que me compró era… un hombre muy modesto y bueno, pero su esposa era la más malvada de todas las mujeres y él sufría afrentas extremas a su cama y su casa de modo que yo mismo, por Hércules, a menudo en secreto sentía lástima por él. No había un solo vicio que le faltara a esta mujer, sino que todos los crímenes fluían juntos en su corazón al igual que en una inmunda letrina: cruel, perversa, loca por los hombres, borracha, terca, obstinada, codiciosa de miserables raterías, derrochona en suntuosas expensas, enemiga de la fe y la castidad, también menospreciaba a los dioses y en lugar de una cierta religión [tradicional] afirmaba adorar a un dios a quien llamaba “Unico”. En su casa practicaba ritos y ceremonias frívolos y embaucaba a todos los hombres y a su miserable marido, bebiendo vinos puros temprano en la mañana y dando su cuerpo a continua prostitución.[55]

Se vio al cristianismo como una religión de mujeres porque en las iglesias en las casas, las mujeres en cuyos hogares se reunía la nueva congregación asumían buena parte del liderazgo de esas comunidades. Esto era normal dado que la casa era el dominio de la esposa en la sociedad grecorromana, pero entraba en conflicto con la firme convicción de que las esposas debían compartir la religión de sus esposos. Con tales prejuicios hacia la mujer no es sorprendente que, para respetar lo que se creía ser la voluntad de Dios y la naturaleza, y a fin de no escandalizar a los vecinos paganos, la iglesia eliminara a la mujer de dirigir la leitourgía. Obviamente la ordenación no podía siquiera considerarse.

Cipriano y la ordenación

La mitad del tercer siglo fue difícil para la iglesia. En la primera parte del siglo varios emperadores se habían mostrado favorables al cristianismo. Eso resultó en un rápido crecimiento de la iglesia y la afluencia de miembros que no tenían el compromiso leal hacia Cristo de las generaciones previas de cristianos. Pero el clima cambió. En abril del 247, el imperio celebró sus mil años. Ese acontecimiento generó mucho nacionalismo y xenofobia, en particular contra las creencias foráneas que competían con la religión tradicional. A los cristianos que, como era de esperarse, se habían abstenido de los festivales patrióticos paganos, se los trató con hostilidad.

Un año más tarde comenzaron las invasiones de los godos, generando así una gran necesidad de soldados. Como los cristianos no servían en el ejército, se convirtieron en un agobio adicional en la lucha. Después de su victoria contra los godos, el emperador Decio (249-251) publicó un edicto que obligaba a todos a sacrificar a los dioses del imperio y obtener un libellus o certificado de sacrificio consumado. Como los cristianos se negaron a cumplir, Decio lanzó una persecución sistemática.

Valerio, sucesor de Decio, fue aún más severo. Prohibió a los cristianos reunirse para celebrar el culto y especificó que el clero sería ejecutado. Algunos obispos huyeron; otros cedieron a las demandas gubernamentales. Algunos, tratando de calmar sus conciencias y salvar sus vidas, compraron certificados falsos de oficiales que se dejaron comprar. A todos los que se rindieron de alguna manera se los llamó lapsi.

Después de las persecuciones, multitud de lapsi retornaron a la iglesia, rogando ser reamitidos. El problema era especialmente grave con los obispos, cuya apostasía generó cuestionamientos con respecto a la validez de su ordenación previa. También surgió discusión en torno de la validez de bautismos y ordenaciones que realizaron después de retornar a la iglesia, pero antes de ser oficialmente reconciliados.

En este difícil contexto, el escrito de Cipriano sobre la ordenación se preocupó principalmente por la validez de las ordenaciones. Su perspectiva era jurídica. Como dice Lécuyer, pensaba en términos de derechos y legitimidad[56].  La actitud de Cipriano se estampa en expresiones tales como: “Decimos que los herejes y cismáticos no tienen en ninguna parte ni la autoridad ni el derecho de bautizar”[57]. Para Cipriano la ordenación era la expresión visible de la aprobación del obispo por la iglesia. Por esa razón la participación de toda la iglesia, incluyendo a los miembros laicos, era indispensable en el servicio de ordenación como una garantía de legitimidad. En su Carta 67 narra cómo se conducían las elecciones:

Por esta razón debéis diligentemente observar y guardar la práctica transmitida por tradición divina y observancia apostólica, la cual se mantiene también entre nosotros y casi en todas las provincias; que para la debida celebración de la ordenación, todos los obispos vecinos de la misma provincia deben reunirse con la gente para la cual se ordena al prelado. Y el obispo debe ser elegido en presencia del pueblo, quienes más han conocido totalmente la vida de cada uno con respecto a su conducta habitual.[58]

Los sacerdotes que habían recibido la ordenación y después habían apostatado podían, si se arrepentían, ser readmitidos solamente como laicos. No podían ejercer más su ministerio[59]. Si bien la ordenación era muy importante, es bien claro que para Cipriano no confería un carácter indeleble en el que la recibía, pues podía perderla.

La ordenación en el Concilio de Nicea

En el Concilio de Nicea (325), la ordenación fue un tema candente porque la asamblea tenía que tratar con varias herejías, la más conocida de las cuales era el arrianismo. Dado que los arrianos reordenaban a obispos ortodoxos y rebautizaban a miembros de iglesia que se les unían, el problema del rebautismo y de la validez de la ordenación adquirió carácter grave.

El concilio tomó la posición de que un obispo que retornaba a la iglesia debía ser reordenado. La ordenación de los cismáticos era válida, pero la ordenación ortodoxa tenía prioridad. De ese modo, un obispo arriano reconciliado no podía reclamar su posición en una iglesia donde ya había un obispo ortodoxo; tenía que satisfacerse con ser un sacerdote.

Los cánones 15 y 16 prohibían a un miembro del clero mudarse de una iglesia a otra. De hecho, un clérigo que rechazase retornar a su propia iglesia debía ser excomulgado. Si un obispo ordenaba a alguno en la diócesis de otro obispo sin la autorización del último, la ordenación no era válida.

Los cánones 1, 2, 10 y 17 vierten luz sobre el concepto que los conciliares tenían de la ordenación. Todos ellos tratan del destino de los clérigos depuestos por vileza moral. Un clérigo que era usurero perdía su posición. Los eunucos voluntarios y los pecadores crasos eran excluidos de por vida del servicio en la iglesia. Nuevamente no hallamos indicio de alguna marca indeleble dejada por la ordenación[60].

El concepto dinámico de la ordenación

El Concilio de Nicea no acalló las controversias acerca de la naturaleza de Cristo. Para nempeorar la situación, por causa de la participación imperial en los debates, lo que era herejía un día, se convertía en doctrina aceptable al siguiente. Así hubo obispos que eran destituidos y proscriptos. El más famoso de ellos fue Atanasio (c. 296-373), cuya carrera fue una sucesión de destituciones y retornos al trono episcopal. Por supuesto, esto dio una nueva urgencia a los temas del bautismo administrado por herejes y a la validez de la ordenación. Así es como en el siglo IV se tornó bastante común una comprensión dinámica de la ordenación: la ordenación le otorgaba al clero un poder espiritual distinto de la acción normal del Espíritu Santo.

Los padres capadocios

Los padres capadocios consideraron el problema de la validez de los bautismos heréticos y la ordenación. Todos ellos confirmaron que la ordenación confiere una capacidad espiritual que transforma a la persona.

Gregorio Niseno (335?-394?), hermano menor del famoso Basilio de Nisa, presentó una declaración clara sobre el poder dinámico de la ordenación. En su sermón El día de las luces o Acerca del bautismo de Cristo, Gregorio señaló que el agua bautismal —que es igual que cualquier otra agua— y las piedras con que se construye el altar —que son iguales a cualquier otra piedra—, se tornan diferentes porque se les ha dado un uso sagrado. Esto era especialmente verdad con el pan y el vino de la eucaristía, que no eran diferentes de cualquier otro pan y vino, pero que eran agentes poderosos una vez que Dios los había santificado. Escribió entonces:

Es el mismo poder de la Palabra que hace al sacerdote augusto y venerable, apartado de la gente común por su nueva bendición. Hasta ayer, era uno entre los demás; y ahora de repente es un líder, un presidente, un doctor de la piedad, un iniciador de los misterios ocultos. Esto sucede sin cambio alguno en su apariencia o en su cuerpo. De acuerdo con las apariencias externas permanece lo que era, pero su alma invisible ha sido transformada por virtud y gracia invisibles en un individuo eminente.[61]

La ordenación en Antioquía

Hacia el final del cuarto siglo, Antioquía también tuvo que enfrentar un cisma complejo que generó los mismos cuestionamientos sobre la validez del bautismo y la ordenación. Las homilías de Juan Crisóstomo (c. 350-407), elocuente orador, contienen interesantes puntos de vista sobre la ordenación. En la Homilía sobre el Pentecostés distingue sagazmente entre el espíritu humano y el agente divino que actúa en el ministro ordenado:

Si no hubiese Espíritu Santo no habría ni pastores ni doctores en la iglesia, porque ellos se convierten en lo que son por el poder del Espíritu… Cuando contestas [al dicho del pastor “la paz sea con vosotros”] por “y con tu Espíritu”, traes a tu memoria el hecho que quien está visiblemente presente no produce nada, que los dones que están presentes no son el resultado de la naturaleza humana, sino que es la gracia del Espíritu que viene y lo cubre todo con sus alas, la que logra el sacrificio místico.[62]

Este “sacrificio místico” ocurre en la ordenación cuando la gracia de la ordenación es añadida a la del bautismo. Al hablar de Esteban, descrito como una persona llena de fe y del Espíritu Santo, Juan Crisóstomo dice: “Antes [de la imposición de las manos] no realizaba milagros… por lo que sabemos que la gracia regular no es suficiente, sino que también debes tener la jeirotonia para que se incremente el Espíritu. El Espíritu que tenía él antes, lo había recibido en su bautismo”[63].

En su discusión de 2 Ti 1:6-7, Crisóstomo enfatizó que el fuego encendido al momento de la ordenación podría extinguirse (1 Ts 5:19): “Está en nosotros que este carisma pueda extinguirse o arder brillantemente… Por pereza o negligencia se apaga. Por vigilancia y atención revive”[64]. Así es que la ordenación no provee un carácter indeleble al clero.

En las Constituciones apostólicas, una liturgia siria de ordenación de alrededor del 380, se atribuyen distintos aspectos del ritual a diferentes apóstoles. Pedro dio las normas para la jeirotonía del obispo; las correspondientes al presbítero las dio el apóstol Juan. Las Constituciones enfatizan que la ceremonia se remonta a Moisés, fue administrada a Jesús mismo y usada por el Señor con sus discípulos. Los diversos documentos también coinciden en proclamar que la ordenación involucra mucho más que la asignación a una función. Confiere un carisma, un don especial del Espíritu.

Un rasgo característico de la ordenación de los obispos en las Constituciones apostólicas es que mientras el obispo que preside, asistido por otros dos obispos, ofrece la oración de ordenación, el resto de los obispos y presbíteros oran silenciosamente, en tanto que los diáconos sostienen abiertos los divinos Evangelios sobre la cabeza de quien es ordenado. Severiano de Gabala (murió c. 408) ofrece una explicación de lo que sucedía. Los apóstoles ya habían recibido la primera ordenación por medio de Jesús, pero la ordenación en el día de Pentecostés los transformó en sumo sacerdotes. Ese ritual de ordenación debía también recordar al obispo que era ordenado, que aun después de la ordenación debía someterse a una autoridad superior[65].

La ordenación en Egipto

Por causa de que los obispos de Egipto, especialmente Cirilo de Alejandría (murió 444), estaban tan involucrados en la lucha contra Nestorio y Crisóstomo, se vieron obligados a considerar los temas generados por la ordenación. Por medio de su interpretación tipológica de las escrituras, Cirilo encuentra en el sacerdocio mosaico una tipología del ministerio cristiano. Comentando sobre la ordenación de Aarón y sus hijos en Lev 8:6, Cirilo dice:

Pero nuestro Señor Jesucristo transformó las figuras de la ley en el poder de la verdad y [ahora] es por sí mismo que él consagra a los sacerdotes de los altares divinos. Porque él mismo es la víctima que opera la consagración, haciéndolos participantes de su propia naturaleza por la comunicación del Espíritu, y por la reforma de alguna manera de la naturaleza del hombre en el poder y la gloria que están más allá del hombre.[66]

Se subraya el don de un poder espiritual especial: “Es un don abundante del carisma espiritual el que se da a quienes deben conducir al pueblo”[67]. Para Cirilo de Alejandría el don otorgado en la ordenación distingue marcadamente al clero del laicado. Sin embargo, esta dotación espiritual puede perderse, especialmente cuando se cae en herejía. Ambos puntos de vista pueden verse en su réplica a Ático, patriarca de Constantinopla (406-425), quien había restaurado a Crisóstomo en su episcopado para agradar a la gente.

¿Cómo puedes nombrar a un laico entre los obispos o entre los obispos legítimos a quien no lo es?… Es absolutamente impropio derribar de arriba abajo las leyes de la iglesia al colocar a una persona laica entre aquellos que pertenecen al ministerio y colocarlo en el mismo nivel de honor… a él, que ha sido depuesto de su episcopado.[68]

Tenemos oraciones de ordenación de Egipto en un Sacramentario escrito por un amigo de Atanasio, Serapio, obispo de Thmuis, en el delta del Nilo, cerca del 339. El título es significativo: La imposición de manos e instalación de los diáconos, o los presbíteros o los obispos. En el Egipto del siglo IV, por causa de que la imposición de manos era identificada con el don sacramental, la installatio, o el otorgamiento formal de autoridad en una iglesia, cobró mucha importancia. La oración muestra claramente la dimensión dinámica de la consagración:

Tú, quien de generación en generación ordenas (jeirotone ˙ ) santos obispos, oh Dios de la verdad, haz, te rogamos, a este hombre un obispo celoso, un obispo santo que pertenece a la sucesión de los santos apóstoles, y dale la gracia divina y el espíritu que otorgaste a todos tus verdaderos siervos, y profetas y patriarcas; hazlo digno de conducir tu rebaño y permítele perseverar sin reproche y sin daño en el episcopado.[69]

La referencia al lugar del obispo en la sucesión de los apóstoles es significativa. Esta sucesión no está ya compuesta de gente que fervientemente combatió por la verdad contra las herejías, sino de personas que han sido obispos. Por medio de la comunicación al individuo de la gracia y el espíritu de Dios, la singular dotación espiritual de los obispos, la ordenación lo hace digno de su lugar en esa sucesión.

La ordenación como “carácter indeleble”

Las ideas de Agustín de Hipona (354-430) respecto de la ordenación se expresan en el contexto de la agria controversia con los donatistas. En el año 312 Ceciliano, obispo de Cartago, fue acusado de haber sido ordenado por un obispo que durante la persecución de Diocleciano había sido un traditor, uno que rindió los escritos sagrados a los perseguidores. Aunque sus oponentes no pudieron probar sus cargos, ruidosamente lo rechazaron porque creían que un obispo que había cedido durante la persecución había perdido su ordenación. La controversia se caldeó en Africa del Norte y eventualmente llevó al terrorismo. En un concilio en Roma en 313, se condenó a Donato, líder del cisma.

Obviamente influído por Cipriano, a quien cita a menudo, Agustín estaba preocupado con los aspectos legales del bautismo y la ordenación. Su tesis era que un sacramento nunca perdía su valor. En su libro Acerca del bautismo, escrito alrededor del 400, establece su posición claramente:

Y así como la persona bautizada, si se aparta de la unidad de la iglesia, no pierde el sacramento del bautismo, así también el que es ordenado, si se aparta de la unidad de la iglesia, no pierde el sacramento de conferir el bautismo. Porque ninguno de los dos sacramentos puede ser afectado.[70]

En su Respuesta a Parmenio, escrita unos pocos años más tarde, repite las mismas ideas aún más enérgicamente:

No se puede dar razón alguna de por qué quien no puede perder su bautismo pueda perder el derecho a darlo. De hecho, ambos son sacramentos y ambos son dados al hombre por una consagración especial [consecratione], ya sea cuando es bautizado o cuando es ordenado  [ordinatur]. Esa es la razón por la cual está prohibido en la Iglesia Católica repetir los dos sacramentos. En realidad, si a veces aun los obispos que han retornado del donatismo, después de corregir su error de haber apoyado un cisma, se los recibió para nutrir la paz, aun cuando se creyó importante que ellos ejercieran las mismas funciones que habían realizado, no se los reordenó. Al igual que el bautismo, la ordenación permanece intacta en ellos. La falta está en la separación, que la unidad de paz ha corregido, no en los sacramentos los cuales permanecen como son dondequiera se los encuentre. Y cuando la iglesia crea oportuno que sus obispos, ingresando a la unidad católica, no realicen sus tareas, los sacramentos de la ordenación de todos modos no se les quitan, sino que permanecen en ellos.[71]

Agustín usa varias ilustraciones de la naturaleza indeleble del bautismo y la ordenación. Asimila al bautismo con la marca que se imprimía en la frente de un soldado romano[72] o la marca del dueño sobre la oveja[73]. En la Respuesta a Parmenio habla de una “señal regia [del rey]” y la marca (caracter) del ejército en el cuerpo del soldado, término que con el tiempo se incluyó en la fórmula teológica caracter indelibilis.[74]

La idea de Agustín sobre la permanencia del sacramento de la ordenación debe verse a la luz de su comprensión de la iglesia. Era sagrada por causa de la santidad de Cristo, en la cual participa. Por lo tanto, sus sacramentos nunca pueden contaminarse.

Conclusión

Aunque este estudio dista de ser exhaustivo, pone de manifiesto puntos importantes. Las primeras generaciones de cristianos no sabían nada de una distinción espiritual esencial entre el clero y el laicado. Los laicos participaban en todas las actividades de la iglesia y las funciones de presbíteros u obispos eran dirigir el culto y guardar el orden en la iglesia. En los primeros tiempos de culto en los hogares, la dama de la casa tenía una parte prominente en el liderazgo de la iglesia que se reunía en su casa. Al parecer se les imponía las manos a los dirigentes, pero pareciera que se daba poca atención a la ordenación, aun cuando las polémicas sobre la sucesión apostólica hubiesen justificado un llamamiento a la ordenación de los ministros. No existe vocabulario para expresar la diferencia entre laicado y clero.

Desde el comienzo del tercer siglo, se hizo una distinción clara entre los oficiales de la iglesia que ofrecían la eucaristía y quienes no lo hacían. Los obispos y los presbíteros se convirtieron en sacerdotes: y los que realizaban la función sacrificial necesitaban la ordenación.

La participación del laicado en la elección y ordenación del clero prácticamente desapareció para el siglo IV. En las Constituciones apostólicas se repite meramente su anuencia tres veces. En el posterior Testamento de Nuestro Señor, el laicado solamente profería la palabra “digno” tres veces. Aunque la participación permaneció por más tiempo en el occidente que en el oriente (a Agustín y Ambrosio se los elevó al episcopado por aclamación del pueblo), allí también se perdió. El triunfo del clericalismo redujo al laicado a la no participación. Se convirtieron en espectadores. La maquinaria reemplazó al Espíritu.

En los primeros siglos se consideraba que la ordenación otorgaba una bendición espiritual especial, pero que ese don podía perderse. No permanecía con la persona ordenada prescindiendo de su conducta. Posteriormente Agustín convirtió la ordenación en un sacramento, un don irrevocable que dejaba una marca indeleble sobre el que lo recibía.

La exaltación de la ordenación acompañó a cambios radicales en la iglesia después de la conversión de Constantino. Los obispos ahora tuvieron inmenso prestigio.

A mediados del cuarto siglo se identificó públicamente al clero con vestimentas distintivas; a fines del siglo la tonsura, heredada de los monjes egipcios, se tornó en recordativo exterior de la imposición de las manos sobre los pastores. La silla de enseñanza de los obispos en la catedral se convirtió en un verdadero trono. Se usó el más exaltado lenguaje para los sacerdotes.

Según Crisóstomo, a los sacerdotes se les confiaba la mayordomía de las cosas en los cielos, y recibían una autoridad que “Dios no se la había dado ni a los ángeles ni arcángeles”. Narsai, director de la escuela nestoriana en Edesa (437-457), comparaba la experiencia de los sacerdotes que ofrecían la eucarístia con la de Isaías cuando tuvo su visión del templo celestial. Narsai considera que los sacerdotes son objeto de reverencia hasta para los serafines, y los describe así: “¡Oh seres corporales, que llevan fuego y no se queman! ¡Oh mortal, que siendo mortal distribuye vida! ¡Quién te ha permitido, miserable polvo, apoderarte del fuego, y quién te ha hecho distribuir vida, hijo de indigentes!”[75]

A mediados del siglo IV los obispos se adueñaron del poder para predicar y de la autoridad para juzgar a los cristianos. Finalmente, después de agrios conflictos, se liberó al clero de todo control secular. El clericalismo había triunfado.

¿Qué puede aprender la iglesia de la historia? La ordenación puede fácilmente tornarse en expresión del clericalismo, que siempre ha empobrecido a la iglesia. Cuanto más se distingue entre el clero y el pueblo, tanto menos la gente cuida del bienestar de la iglesia. En tanto los miembros de la iglesia hablen acerca de la iglesia como de “ellos” en vez de “nosotros”, colocan todo el peso del cumplimiento de las tareas sobre los pastores. La iglesia puede tener buena salud solamente cuando todos, laicos y clero, sienten que son parte de un mismo cuerpo. La calificación esencial para la tarea es la recepción del Espíritu Santo, no la ordenación.

En los primeros siglos de la iglesia cristiana la ordenación estaba unida a la misión de la persona y no a su persona misma. La ordenación adventista, que es mundialmente válida, podría reflejar un concepto agustiniano de la ordenación. Si la ordenación es la expresión de la confianza de la iglesia en una persona elegida para una misión o tarea, puede ser otorgada a todos aquellos a quienes la iglesia confía una misión. La ordenación no se limita solamente a los que ocupan el púlpito.

En su sentido cristiano primitivo, la ordenación no puede considerarse como un símbolo de poder. En cambio, es el signo de habilitación espiritual y reconocimiento por el cuerpo de la iglesia. Cualquier otro concepto no se basa ni en el Nuevo Testamento ni en la iglesia cristiana primitiva.


Referencias

[1] “Ordenar” y “ordenación” son palabras derivadas del latín ordinare y ordinatio. La raíz de estas dos palabras es ordo/ordine. En el lenguaje popular, ordo correspondía al comercio del tejido. Designaba el orden del hilo en una trama. De ese modo la misma raíz converge en la noción de arreglo ordenado. El término adquirió un sentido corporativo, “el agrupamiento ordenado de gente”. El senado se llamó ordo amplissimus. En religión, se refería al colegio de los sacerdotes de un templo. En los escritos cristianos se refería a los miembros del ministerio y a menudo se lo contrastaba con plebs, “la gente común” y laicos, “la gente laica”. Ordo, ordinare y ordinatio primero aparecen en Tertuliano. Como él fue el primer escritor latino cristiano, es difícil saber si él introdujo las palabras en el lenguaje de la iglesia o si ya estaban en uso. Pierre van Beneden ha recogido y estudiado cuidadosamente cada uso de estos términos en la literatura cristiana hasta el 313 (Aux Origines d’une terminologie sacramentelle: Ordinare, Ordinatio dans la littérature chrétienne avant 313, Spicilegium Sacrum Lovaniense: Etudes et documents 38 [Lovaina: Spicilegium Sacrum Lovaniense], 1974).En el Nuevo Testamento no hay ninguna palabra griega equivalente a “ordenación”. Ver el capítulo 2 de este libro y Nancy Vyhmeister, “Ordination in the New Testament?” Ministry, mayo 2002, 24-27.

[2] A. J. Mason, “Concept of the Church in Early Times”, en Church, Ministry, and Organization in the Early Church Era, Studies in Early Christianity 13, ed. Everett Ferguson (Nueva York: Garland, 1993), 7.

[3] Policarpo, Martirio de Policarpo, 14.3.

[4] Clemente, 1 Clemente, 36.1.

[5] Justino Mártir, Primera apología, 13.

[6] Justino Mártir, Contra las herejías, 4.17.2, 4.

[7] Justino Mártir, Diálogo con Trifón, 116.

[8] Ireneo, Contra las herejías, 4.8.3

[9] James L. Garrett Jr., “The Pre-Cyprianic Doctrine of the Priesthood of All Christians”, en Church, Ministry, and Organization, 235. Véase también I. Ryan, “Patristic Teaching on the Priesthood of the Believers”, The Irish Theological Quarterly 29 (1962): 25-51.

[10] Clemente, Exhortación a los paganos, 4; véase también Orígenes, Homilía sobre Levitico, 9.3.

[11] Véase George H. Williams, “The Role of the Laymen in the Ancient Church”, en Church, Ministry and Organization, 271-304.

[12] Ambrosiastro, Comentario sobre Efesios, 4.12.13. En la lista de los dones en Ef 4, se incluye a los “doctores”. Estos eran probablemente los que conducían la enseñanza prebautismal. De acuerdo con los manuales de ordenación, no eran ordenados; tenemos buenas razones para creer que eran laicos. Véase A. Turck, “Aux Origines du catéchuménat”, en Conversion, Catechumenate, and Baptism in the Early Church, Studies in Early Christianity

11, ed. Everett Ferguson (Nueva York: Garland, 1993), 266-287.

 

[13] Constituciones apostólicas, 8.31. Las fuentes para este documento pueden remontarse a las primeras décadas del siglo III.

[14] Tradición apostólica, 17.

[15] Ambrosiastro, Comentario sobre Efesios, 4.11.

[16] Jerónimo, Diálogo contra Lucifer, 9.

[17] Tertuliano, Acerca del bautismo, 17.

[18] Hans von Campenhausen, Ecclesiastical Authority and Spiritual Power in the Church of the First Three Centuries, traducido por J. A. Baker (Stanford, CA: Stanford University Press, 1969), 273-275.

[19] Policarpo, Martirio de Policarpo, 44.

[20] Cipriano, Cartas, 59.15.

[21] Orígenes, Contra Celso, 3.9

[22] Tertuliano, Acerca del bautismo, 7.

[23] Joseph Lécuyer, Le Sacrement de l’ordination: Recherche historique et théologique, Théologie historique, 65 (París: Beauchesne, 1893), 21.

[24] Didaje, 13, 15.

[25] L. De Bruyne, “L’Imposition des mains dans l’art chrétien ancien”, Rivista di archeologia cristiana 20 (1943): 119.

[26] Clemente, Stromata, 6; 13.106-107.

[27] Citado en Lécuyer, 34-35.

[28] Ignacio, A los Esmirnenses, 8.1, 2.

[29] Hans von Campenhausen, Tradition and Life in the Church: Essays in Church History, trad. A. V. Littledale (Filadelfia: Fortress, 1968), 222.

[30] Ireneo, Contra las herejías, 3.3.1; 4.26.2.

[31] Tertuliano, Prescripciones contra herejes, 41.

[32] Tertuliano, Exhortación a la castidad, 7.2.

[33] Véase una recopilación de rituales de ordenación de la iglesia primitiva en Paul F. Bradshaw, Ordination Rites of the Ancient Churches of East and West (Nueva York: Pueblo, 1990).

[34] Hipólito, en el prefacio de Refutación

[35] Gregory Dix, ed., The Treatise on the Apostolic Tradition of St. Hippolytus of Rome (Londres: S P C K, 1937), 1:11. El original griego de la Tradición apostólica se ha perdido, pero se encuentra el texto en un códice latino en Verona. Muchas de sus disposiciones se han incluido en documentos posteriores. El Orden eclesiástico egipcio proporciona el mejor texto de la Tradición apostólica.

[36] Tradición apostólica, 11.4, 5.

[37] Gregory Dix, ed., Le ministère dans l’église ancienne, trad. A. Jaermann y R. Paquier (Neuchatel: Delachaux et Niestlé, 1955), 26-29.

[38] En Constituciones apostólicas, 8.4.2, obra del siglo IV, se preguntaba al pueblo tres veces si el candidato era digno de ser obispo.

[39] Everett Ferguson, “Laying On of Hands: Its Significance in Ordination”, en Church, Ministry and Organization, 148. Había seis o siete imposiciones de manos durante un bautismo. Cipriano escribió: “El bautizado obtiene el Espíritu Santo por nuestras oraciones y por la imposición de las manos” (Carta 72.9). La imposición de manos era el paso final de la reconciliación de los penitentes, donde reemplazaba al rebautismo

[40] Tradición apostólica, 3.4, 5.

[41] Jaroslav Pelikan, The Emergence of the Catholic Tradition. Vol. 1, The Christian Tradition: A History of the Development of Doctrine (Chicago: University of Chicago Press, 1971), 170.

[42] Eventualmente la idea del sacrificio la definió más claramente Cipriano quien, de acuerdo con J. N. D. Kelly fue el primero que expuso claramente el concepto (Early Christian Doctrine, 2ª ed. [Nueva York: Harper and Row, 1960], 215); cf. Pelikan, 169.

[43] Willy Rordorf, “La théologie du ministère dans l’église ancienne”, en Church, Ministry, and Organization in the Early Church Era, 97

[44] A. Michel, “Ordre, ordination”, Dictionnaire de Théologie Catholique (París: Letouzey et Ané, 1923-1972).

[45] “Order and Ordination”, Sacramentum Mundi, 4: 305-306.

[46] Tradición apostólica, 8.2.

[47] Ibíd., 9.3, 4, 7, 8.

[48] Ibíd., 9.2, 3, 11.

[49] Ibíd., 10.1.

[50] Ibíd., 10.15.

[51] J. Kevin Coyle, “The Fathers on Women and Women’s Ordination”, en Women in Early Christianity, Studies in Early Christianity, vol. 14 (Nueva York: Garland, 1993), 117-167.

[52] Tertuliano, El atavío de las mujeres, 1.1.2.

[53] Ireneo, Contra las herejías, 3.23.2; 3.22.4.

[54] Orígenes, Contra Celso, 2.55; 3.55; Margaret Y. MacDonald, Early Christian Women and Pagan Opinion (Cambridge: Cambridge Univ. Press, 1996), 49-126. Véase también Ross S. Kraemer, Her Share of the Blessing: Women’s Religions among Pagans, Jews and Christians in the Greco-Roman World (Oxford: Oxford University. Press, 1992).

[55] Lucio Apuleo, Metamorfosis, 9.14. Véase también MacDonald, 67-73; Marcel Simon, “Apulée et le Christianisme”, en Mélanges d’histoire des religions, ed. Antoine Guillamont y E. M. Laperrousaz (París: Presses Universitaires de France, 1974), 299-305.

[56] Lécuyer, 44.

[57] Cipriano, Cartas, 69.1.

[58] Cipriano, Cartas, 67.5.

[59] Cipriano, Cartas, 72.2.1.

[60] Véase Charles Joseph Hefele, A History of the Christian Councils (Edinburgh: T & T Clark, 1894), 1:375-435.

[61] Gregorio de Nisa, Discurso sobre el día de las luces.

[62] Juan Crisóstomo, Homilía sobre Pentecostés, 14.

[63] Juan Crisóstomo, Homilía sobre Hechos, 15.1.

[64] Juan Crisóstomo, Homilía sobre 2 Timoteo 1:6, 7.

[65] Lécuyer, 99-101.

[66] Cirilo, Comentario sobre Juan, 12.20.

[67] Cirilo, Fragmentos sobre Lucas, 12.41.

[68] Cirilo, Carta 787 a Atico.

[69] Oración nº 28, Didascalia et Constitutiones Apostolorum, vol. 2, ed. F. X. Funk (Padeborn: Ferdinand Schoeningh, 1905), 188.

[70] Agustín, Acerca del bautismo, 1.3.1.

[71] Agustín, Respuesta a Parmenio, 2.13, 28.

[72] Ibíd., 1.6.4-5.

[73] Ibíd., 23; un poco más tarde usa la frase “estampa del monarca” (10.10).

[74] Agustín, Acerca del sacerdocio, 3.5. 182-189.

[75] The Liturgical Homilies of Narsai, ed. R. H. Connolly, Texts and Studies, vol. 8, nº 1 (Cambridge: University. Press, 1909), 7, 67.

2 thoughts on “Autoridad Clerical y Ordenación en la Iglesia Cristiana Primitiva

  1. Debería leer las Cartas De ignacio de Antioquia donde se ve que ya existía desde la segunda generación cristiana alrededor de inicios del siglo II todo una estructura Jerarquica y Monarquica donde el Obispo era visto como figura terrestre de Cristo.
    1
    Porque cuando sois obedientes al obispo como a Jesucristo, es evidente
    para mí que estáis viviendo no según los hombres sino según Jesucristo, el cual
    murió por nosotros, para que creyendo en su muerte podamos escapar de la
    muerte.
    2
    Es necesario, por tanto, como acostumbráis hacer, que no hagáis nada sin
    el obispo, sino que seáis obedientes también al presbiterio, como los apóstoles
    de Jesucristo nuestra esperanza; porque si vivimos en El, también seremos
    hallados en Él.
    3
    Y, del mismo modo, los que son diáconos de los misterios de Jesucristo
    deben complacer a todos los hombres en todas las formas. Porque no son
    diáconos de carne y bebida sino siervos de la Iglesia de Dios. Es propio, pues,
    que se mantengan libres de culpa como si fuera fuego.

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