¿Es el sometimiento de la mujer al hombre un mandato divino?

¿Es el sometimiento de la mujer al hombre un mandato divino?

Por Dr. Hugo A. Cotro

Mi esposo suele citar Génesis 3:16 («A la mujer dijo [Dios]: Multiplicaré en gran manera los dolores en tus preñeces; con dolor darás a luz los hijos; y tu voluntad será sujeta a tu marido, y él se enseñoreará de ti» [o «él te dominará») cuando quiere «ponerme en mi lugar»’.  ¿Es el sometimiento de la mujer al hombre un mandato divino?

La parte del versículo que se refiere a la dominación de la mujer por parte del hombre se inscribe dentro de una enumeración de consecuencias nefastas del primer pecado que no habrían de ocurrir, en plenitud, inmediatamente después de ese pecado ni ocurrirían por voluntad de Dios.

De allí que cada una de esas consecuencias se encuentre conjugada en tiempo futuro: «La tierra te producirá», «con el sudor de tu frente comerás», «con dolor parirás», «tu deseo será para tu marido», «él se enseñoreará de ti». Otro tanto puede decirse de la advertencia divina previa a la desobediencia: «El día que de él [del fruto prohibido] comieres, ciertamente morirás» (Gén.  2:16). Moisés, inspirado por Dios, está explicando el origen de una situación ambiental y sociocultural imperante en sus días (siglo XV a.C.), pero la enumeración divina que él recrea no fue pronunciada en el siglo XV a.C., sino mucho antes, inmediatamente después del pecado de Adán y Eva. Esas consecuencias (futuras cuando Dios las enumeró y presentes en los días de Moisés) no sobrevinieron en forma inmediata, repentina, tras el anuncio divino. Las rosas no se poblaron de espinas en el momento mismo en que Dios terminó de hablar. Tampoco aparecieron cardos por generación espontánea ni es lógico suponer que el siguiente parto de Eva estuvo signado por los dolores y el riesgo de morir. Adán no sometió o dominó a Eva a partir de ese mismo instante ni murió literalmente «el día» que comió del fruto vedado, sino más de 800 años después (ver Gén. 5:3-5).

Moisés describe en esos versículos un estado progresivo de decaimiento de la naturaleza y de la condición humana (física, mental, moral y social), un proceso que se inició en el momento mismo de la transgresión y que iría acentuándose, agravándose conforme transcurriera el tiempo.

Ni la muerte, ni los cardos y espinas, ni los dolores de parto ni el sometimiento de la mujer al hombre son obra, mandato o voluntad de Dios. Son en cambio perversiones resultantes de un nuevo orden de cosas instalado en la realidad del hombre a instancias de éste y designado por las Escrituras como pecado o mal.

El hecho de que Moisés presente a Dios como responsable directo e intencional de los clásicos pesares femeninos («[Yo] multiplicaré») y humanos en general no significa que lo sea. Es común entre los autores y personajes bíblicos esa fraseología reveladora del papel omnímodo que atribuían a la Deidad (ver, por ej., 1 Sam. 1:5, 19; 16:14; 2 Sam. 24:1; 1 Rey. 22:19-23; etc.).

Otro punto a ser tenido en cuenta es la mediación ideológica y cultural inherente con la que todo traductor se acerca al texto, y que inevitablemente condiciona, en mayor o menor medida1 su vital tarea dadora de sentido. Por esa vía, la misoginia moderna y contemporánea contribuyó en muchos casos a consagrar y a potenciar la ya presente en la cultura semítica veterotestamentaria.

Por ejemplo, en el caso del pasaje en cuestión, Casiodoro de Reina utiliza la expresión «tu voluntad será sujeta a tu marido» (RVR) y H. B. Pratt traduce «a tu marido estará sujeta tu voluntad» (Versión Moderna, 1893); mientras que Straubinger prefiere «te sentirás atraída por tu marido», Bover-Cantera opta por «tu propensión te inclinará a tu marido» y la versión DHH dice «tu deseo te llevará a tu marido». Los primeros dos ejemplos sugieren un sentido prescriptivo trascendente (mandato divino), mientras que los últimos se mueven en la línea de lo consecutivo e inmanente (inclinación humana).

El lector moderno de la Biblia, su esposo, por ejemplo, corre el mismo riesgo que los traductores: leer el texto sagrado a la luz de su propia cultura y de sus presupuestos ideológicos, incorporarlos inconscientemente y «verlos» incluso allí donde no existen.

El ideal divino para la relación matrimonial de un hombre y una mujer se halla ilustrado en la relación que Cristo desea sostener con la iglesia: «Estén sujetos los unos a los otros… como la iglesia está sujeta a Cristo» (Efe.  5:21-33).

No se trata, pues, de una sujeción unilateral, denigrante y egoísta de un sexo respecto del otro, sino de una que es mutua, reciproca, y motivada por el amor abnegado: «Como Cristo amó a la iglesia y dio su vida por ella» (vers.  25).

Esa mutua sujeción brotará espontáneamente de cada cónyuge en respuesta al amor del otro. Será como el respeto o la admiración: no pueden exigirse sino ganarse. No pueden ser una imposición sino una donación.

Sólo el varón que «ame a su esposa como a sí mismo» tiene derecho a esperar «que la esposa lo respete» (vers.  33), porque «el que quiera ser el primero, hágase servidor del otro, como el Hijo del Hombre, que no vino a ser servido sino a servir» (Mat. 20:27, 28).


Fuente: Hugo A. Cotro, Qué dice la Biblia (Buenos Aires: ACES, 2005), 22-24.

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