La Desaparición del Paraíso

La Desaparición del Paraíso

Por Fritz Guy

El poder creador de Dios proveyó un entorno perfecto para el florecimiento y la satisfacción de los seres humanos, y al mismo tiempo constituía un ambiente ideal para una historia de amor: el medio natural, en un jardín botánico en el que las plantas y los árboles proveían placer estético y alimento. Había abundancia de agua; y los animales, las avecillas y los peces constituían un sistema ecológico admirable. El primer ser humano consideró a su compañera sexual con instantánea aceptación y éxtasis lírico. El comienzo no pudo haber sido más halagüeño.

Según las Escrituras después de la creación Dios contempló todo lo que había hecho mediante su poder di­vino y «vio que era bueno en gran manera» (Gén 1:31). En Gén 2 se explica el significado de la expresión «en gran manera»: la existencia humana floreciente y satisfecha en una diversidad de relaciones positivas y creativas con otras personas, con el mundo y con Dios.

Pero la descripción no se aplica al mundo en el que ahora vivimos. La realidad que conocemos, incluyendo a la humanidad y la naturaleza, es radicalmente diferente de la realidad que leemos en Génesis 2. La secuela que aparece en Génesis 3 nos explica la razón: lo que comenzó como «la historia de amor de la creación» terminó siendo «una historia de amor que salió mal».[1] Es la historia de la disolución y desaparición del paraíso, la distorsión de la realidad creada. Como resultado de la terquedad humana, explica el relato, todo quedó confundido en el mundo humano: la armonía de la realidad animal y humana, la función complementaria del hombre y la mujer, la fertilidad y fecundidad de la tierra para placer y beneficio de sus habitantes, y la longevidad de los seres humanos. En esta forma, desde el comienzo mismo de la interacción entre Dios y la humanidad que es el contexto de la Biblia, la historia origi­nal de amor, vida y éxtasis se convirtió en una historia de separación, agonía y muerte.

Es una historia con un profundo significado teológico y enorme poder existencial. Porque revela la naturaleza funda­mental de la realidad humana, y no sólo de la realidad de un pasado humano remoto, sino de la de cada ser humano. En esta historia percibimos nuestra propia realidad, nosotros: nuestros ideales, nuestra verdadera vulnerabilidad y nuestras tentaciones subyacentes, con mucha más claridad de lo que nos hace sentir cómodo.

De manera que para nuestro propio bien tenemos que leer repetidamente esta historia; tenemos que escucharla nuevamente, con oídos perceptivos capaces de discernir nuevos significados. Debemos aprender lo que salió mal, y lo que anda mal con nuestra existencia humana. Una de las cosas que andan mal es la relación que existe entre hombres y mujeres, una relación que fue diseñada para que fuera la plena expresión de la imagen humana de Dios, una relación que en cambio se convirtió en el ejercicio de la dominación y la experiencia de la sumisión. Esta distorsión de las relaciones entre hombre y mujer —lo que significa ser hombre y mujer provistos de la imagen de Dios— no siempre puede ser evidente para los hombres, quienes de muchas maneras parecen beneficiarse con eso, pero de otros modos menos obvios reciben un daño profundo. Sin embargo, casi siempre resulta evidente para las mujeres, para quienes la expresión «acoso sexual» expresa sólo algunos de los síntomas más comunes del estado de las relaciones entre los hombres y las mujeres.

Sin embargo, al exponernos nuevamente a la historia, necesitamos tener muy claro nuestro objetivo. No es producir una nueva interpretación, ni una reinterpretación feminista o de otra naturaleza, sino simplemente leer con atención y escuchar en forma receptiva, y luego reflexionar en el significado que tiene para nuestra propia existencia. No suponemos anticipadamente el resultado de nuestra lectura y reflexión, en el sentido de que será una confirmación de lo que ya creíamos, o de que será una negación de ello. En otras palabras, no tenemos ningún punto de vista ideológico que defender. No tenemos ninguna agenda, fuera de ver y escuchar el relato, y de percibir y comprender su significado.

Sin embargo, para facilitar nuestra percepción y comprensión de la historia, tenemos que recordar que fue escrita originalmente en hebreo, y que algunas de las traducciones con las que estamos familiarizados pueden reflejar las suposiciones culturales y prejuicios inevitables de las personas —casi siempre hombres— que actuaron como traductores. Aquí la obra de algunas mujeres eruditas podría ser iluminadora.[2] Escuchar la historia con ayuda de oídos femeninos podría permitirnos discernir algunos matices que los oídos masculinos tienden a pasar por alto.

La dualidad de género

Mientras que Génesis simplemente que la humanidad fue creada a la imagen de Dios y en la dualidad de hombre y mujer (Gén. 1:27), Gén 2 declara explícitamente que esta dualidad era indispensable para la condición humana. Lo que el primer ser humano solitario necesitaba era una compañera o colaboradora, pero no una ayudante, una subordinada ni un ornamento; una compañera que correspondiera a su propia naturaleza. Tenían que ser socios en el florecimiento y la satisfacción humanos, y en la trascendencia sobre el resto del orden natural que era su ambiente y su hogar. Juntos en ese ambiente debían ser la imagen humana de Dios, y así compartirla con el mundo, para que su historia fuera el cumplimiento de la intención divina. Por lo tanto, no era «bueno» (Gén. 2:18) que el «ser humano» o «habitante de la tierra» (estas expresiones son traducciones más exactas del texto hebreo que «el hombre») estuviera solo.

Es evidente que la dualidad del género humano tenía el propósito de ser mucho más que sólo el medio fisiológico de poblar la tierra. Porque, por una parte, y en forma obvia, la reproducción sexual no es exclusiva de la humanidad. Y, por otra parte, Dios pudo haber inventado algún otro medio de reproducción asexual para la especie humana. Como lo sugiere la primera historia de la creación al hablar de la imagen de Dios y el género humano al mismo tiempo, y la segunda historia confirma al hablar acerca de la creación de la primera mujer, la diferenciación del género tenía el propósito de proveer los medios psicológico, social y espiritual para ser la imagen de Dios, para ser plenamente humano, lo que requiere la complementación y mutualidad del hombre y la mujer como seres humanos.[3]

Esto se advierte en el entusiasmo del «humano» (o «habitante de la tierra») cuando reconoció a su contraparte y compañera:

¡Esto es ahora hueso de mis huesos

y carne de mi carne!

Será llamada ‘mujer’,

porque del varón fue tomada (Gén. 2:23)

Aquí no se hace referencia a la reproducción de la humanidad ni a poblar la tierra; el foco exclusivo de la atención es la realización de la humanidad por medio de esta dualidad, vinculación y complementación. Lo que la creación de los animales no pudo hacer para los humanos, lo hizo la creación de la sexualidad. Porque la intención de la diferenciación sexual no es división y ni siquiera distinción, sino más bien «la unidad y la totalidad».[4]

Así como el sábado es el objetivo de la creación del mundo en la primera historia de la creación, también el compañerismo entre el hombre y la mujer es el objetivo de la creación de la humanidad en la segunda historia.[5] Y como el mundo no habría estado completo sin la creación del ser humano varón, tampoco la humanidad habría estado completa sin la creación de la mujer.

El encuentro

La complementación y mutualidad esenciales de la diferenciación de género, se refleja hasta en la forma como la historia de amor salió mal. La prominencia del rol de la mujer indica que ella no era inferior ni estaba subordinada al hombre. En el diálogo con la serpiente, la mujer, que no fue llamada «Eva» sino hasta después en la historia (Gén. 3:20), reveló su inteligencia, individualidad y libertad de espíritu como per­sona creada a imagen de Dios. Verdaderamente. funcionó como «la portavoz de la pareja humana»,[6] cuyos dos miembros fueron incluidos en el argumento de la serpiente. Cuando la serpiente dice: «No moriréis» y «seréis como Dios» (Gén. 3:4-5), emplea el plural. La mujer oyó hablar a la serpiente y entró en una conversación teológica con ella, y consideró el resultado prometido que se produciría si comía el fruto prohibido.

De modo que podemos comprender sin dificultad — aunque no concordemos con ella— la declaración de que «el diálogo de la mujer con el reptil no debiera considerarse una mancha en su carácter sino más bien un comentario sobre su intelecto».[7] Como quiera que sea, la mujer es aquí la primera de una serie de mujeres bíblicas que son cualquier cosa menos pasivas —mujeres como Sara, Rebeca, las parteras hebreas en Egipto, Débora y Hulda. Y puede ser significativo que el texto hebreo de la Biblia personifique la sabiduría como mujer (Proverbios 8).

Aquí en la historia del Génesis, resulta claro que el hombre siguió el ejemplo de la mujer

Ella tomó de su fruto [del árbol] y comió;

y también dio a su esposo,

que comió igual que ella (Gén. 3:6).

En un contraste sorprendente con las demás narraciones de la Escritura hebrea, y con la mayor parte de nuestra experiencia de comportamiento masculino, en este caso el hombre es cualquier cosa, pero no «una figura patriarcal que toma decisiones para su familia». En vez de eso, «obedece la instancia de su esposa sin pedir aclaración ni ofrecer comentario. . . No discute puntos de vista teológicos ni reflexiona». Actuando más como oveja que como pastor, simplemente toma la fruta y come. Su participación es «un acto de asentimiento y conformidad, pero no de iniciativa».[8] La historia revela que, de los dos, ella era la más perceptiva, reflexiva y analítica. La prominencia y la iniciativa no deben, por supuesto, confundirse con la virtud. Lo que aquí interesa simplemente es que la mujer era compañera total del hombre, y no simplemente una ayudante útil.[9] Palabras dirigidas figuradamente a la primera mujer: «Tú eres la que arrancó la fruta del árbol prohibido, tú eres la primera que desobedeció la ley divina, tú eres la que lo persuadió a él, a quien el diablo no era suficientemente fuerte para atacar».[10] La licencia poética es una cosa; la distorsión es algo muy diferente. En la historia real, «la actividad y la pasividad, la iniciativa y la conformidad»[11] son modalidades de desobediencia voluntaria. Este es un punto útil que se debe recordar, especialmente cuando, como generalmente es el caso, se invierten los roles de los géneros.

¿Por qué, entonces, Pablo escribe (en Rom. 5:12-21 por ejemplo), como si fuera el pecado del hombre, y no de la mujer, lo que importaba? Probablemente porque Pablo, en un estilo de interpretación bíblica que era común en su tiempo, estaba estableciendo una comparación y contraste entre (a) la solución del problema de la obstinación humana y (b) su comienzo. El hecho era que Dios se había encarnado como un ser humano varón y no como mujer. Tal vez la razón era que una mujer no habría efectuado una revelación tan clara y dramática de Dios en el papel de siervo vulnerable, puesto que se esperaba que las mujeres fueran, y en muchos lugares todavía lo son, vulnerables y servidoras. Cualquiera sea la razón, Dios se humanizó como hombre, de modo que Pablo, comprensiblemente, tomó a Adán y no a Eva, y tampoco a ambos, como la contraparte de Jesús el Mesías.

De manera que la referencia a Adán como símbolo de Jesús es perfectamente comprensible a la luz de la masculinidad de ambos, aunque el género no fuera el punto principal de la historia original, la encarnación de Dios en la humanidad, ni la comparación que Pablo hace de ambos. En forma significativa, aunque Pablo se refiere tanto a Adán como a Jesús como «un hombre», el apóstol no emplea el término griego específico para «varón» (aner, del que obtenemos el prefijo «andró»), sino en todos los casos la palabra general para «ser humano» (anthropos, de la que obtenemos palabras como antropología).

La historia de la desaparición del paraíso, al mismo tiempo que muestra la inteligencia y la iniciativa de la mujer, también revela que no era más la fuente esencial de desobediencia humana, de lo que lo era el hombre. La presencia de la serpiente es un recordativo del poder que la tentación ejerce sobre la experiencia humana.[12] La obstinación humana es perversa, pero por lo menos en el principio, no era perversidad total. Fue ocasionada por incitación o tentación exterior, presentada en una estrategia calculada para engañar. Y el diálogo entre la serpiente y la mujer es un recordativo de la posibilidad de cuestionar los límites de la libertad humana, y de la atracción de las consecuencias inmediatas de la desobediencia. Los frutos del árbol eran hermosos, y era razonable suponer que también serían deliciosos y nutritivos.

Las consecuencias

Como tanto la mujer como el hombre estaban envueltos en la desobediencia voluntaria del orden divinamente establecido, ambos experimentaron las consecuencias inmediatas de su desobediencia. La historia continúa:

Entonces se abrieron sus ojos, y al darse cuenta que estaban desnudos, cosieron hojas de higuera y se las ciñeron (Gén. 3:7).

Las primeras consecuencias de la desobediencia fueron inseguridad y vergüenza. El hombre y la mujer habían sido creados vulnerables y responsables de sus actos, pero esta paradoja no hubiera sido un problema si ellos hubieran obrado voluntaria en lugar de obstinadamente; en otras palabras, si hubieran aceptado su dependencia de una realidad exterior, en vez de negarla. La inseguridad es la distorsión de la vulnerabilidad; la vergüenza es el reconocimiento de la responsabilidad. La vergüenza fue ocasionada por la sexualidad del hombre y la mujer: su dinámica subyacente y causa funda­mental era la culpa. Como diría posteriormente el apóstol, «el aguijón de la muerte es el pecado» (1 Cor. 15:56); así también con la desaparición del paraíso, la vergüenza de la sexualidad era la culpa.

La siguiente consecuencia fue la separación y el temor. Tanto para el hombre como para la mujer, la conciencia de la presencia de Dios se convirtió en una razón, no para regocijarse o adorarlo, sino para ocultarse entre los árboles. La historia dice explícitamente (Gén. 3:8), que no se ocultaron uno de otro, sino de Dios. Se habían avergonzado de su sexualidad, pero ese problema podían resolverlo vistiéndose. Su culpa les causaba terror, y procuraron resolver ese problema fingiendo que no existían.

Luego se produjeron actitudes de defensa, evasión y acusación, sentimientos que son dolorosamente comunes en nuestras vidas. Cuando Dios increpó a Adán, éste habló por su propia cuenta y no en nombre de la pareja, como lo había hecho Eva:

Oí tu andar por el huerto, y tuve miedo porque estaba desnudo.

Y me escondí (Gén. 3:10).

Pero esta maniobra evasiva no produjo resultado. Sólo aumentó la vulnerabilidad de Adán a la interrogación de Dios:

¿Quién te enseñó que estabas desnudo?

¿Has comido del árbol

que te prohibí comer? (Gén. 3:11).

El asunto de la responsabilidad por la desobediencia era inevitable, pero Adán de todos modos procuró zafarse de ella:

La mujer que me diste por compañera me dio del árbol, y comí (Gén. 3:12).

Esta no fue una actuación moralmente encomiable de parte de Adán. Culpó directamente a la mujer, e indirectamente a Dios. Se hizo pasar como víctima de las circunstancias: la mujer le dio la fruta; ¿qué más hubiera podido hacer fuera de comerla?

La mujer, por su parte, no lo hizo mejor. Ignoró al hombre, y no culpó a Dios explícitamente. En cambio, culpó sólo a la serpiente, a la cual Dios había creado.

La serpiente me engañó,

y comí (gén. 3-13)

De modo que la historia muestra cierta persistencia de una actitud defensiva, alienación y autojustificación. Al culpar a la mujer, el hombre se colocó en una situación de oposición a ella; y la mujer, al culpar a la serpiente, se situó en oposición al mundo natural. Ambos admitieron sus acciones, pero no su responsabilidad.

Así desapareció el paraíso, que no había sido definido especialmente por su belleza, como se supone con frecuencia, sino por las relaciones que constituían la esencia de la humanidad. La obstinación de Adán y Eva los colocó en una situación de oposición a Dios, a la vida animal y mutuamente. Eso cambió todo el mundo humano.

La nueva realidad

El paraíso se perdió a causa de la obstinación humana, y Dios reconoció su desaparición dando una descripción en tres partes de la nueva realidad. Fue un anuncio de juicio; pero fue una descripción de consecuencias inevitables, y no una prescripción de castigo. Los participantes en la disolución y desaparición del paraíso fueron interpelados individualmente según la magnitud de su participación en los hechos.

La serpiente, una vez considerada el más inteligente de los animales, en adelante sería considerada como el más vil de todos, como una maldición simbolizada por su posición en contacto con el suelo y su dieta de polvo (Gén. 3:14). Sus descendientes serían objeto de permanente hostilidad humana; la serpiente heriría el talón de la humanidad, pero ésta le aplastaría la cabeza (Gén. 3:15). Esta parte de la historia fue el primer indicio de que existiría un Redentor quien finalmente libraría a la humanidad de la culpa y las consecuencias de su desobediencia. Aun sin el beneficio de esta retrospección cristiana, la serpiente simbolizaría la alterada relación entre los seres humanos y los animales. «Una lucha por el poder prevalece en el mundo animal y el mundo humano, y cada uno trata de destruir al otro».[13]

La mujer, cuya vida comenzó con la gozosa comprensión de la complementación sexual y de género, ahora viviría en un mundo de malestar y desilusión, en el que su propia sexualidad sería una fuente de sufrimiento. Habría más dolor y más embarazos, más trabajo y más hijos:

Multiplicaré en gran manera los dolores de tus embarazos.

Con dolor tendrás tus hijos (Gen. 3:16).

La idea de un aumento del dolor durante el parto presentada por la mayor parte de las traducciones, es una tradición que se originó en la Septuaginta, y con dificultad se justifica por las palabras originales del texto hebreo.[14] Por ejemplo, el vocablo hebreo que se ha traducido como «dolor» en ambos casos (issabon) es la misma palabra que ocurre en el versículo que sigue, en el cual se le dijo al hombre que «con dolor» comería del producto de la tierra (Gen. 3:17). De modo que es probable que en el comentario que Dios hizo a Eva incluyó el concepto de trabajo duro y difícil. Además, el término hebreo del que se tradujo «embarazos (heron) manifiesta la tendencia a asociarse más con el comienzo del embarazo an­tes que con su duración o terminación».[15] Es una palabra completamente distinta del término más común y generalizado (yalad) que aparece al final del dístico del versículo que aparece más arriba y que significa «tendrás a tus hijos» (y que se usa también para indicar el papel de los hombres tanto como el de las mujeres en el proceso de la reproducción). De modo que lo que Dios está diciendo a las mujeres es que su vida estará llena de trabajo exigente y de embarazos frecuentes.

Pero aun peor para la existencia de la mujer era el hecho de que su deseo erótico, el legado de la historia de amor de la creación, en adelante sería el factor que ocasionaría su dominio y explotación.

Ansiarás a tu esposo,

y él te dominará (Gén. 3 ’16).

La situación de la mujer —su nueva y distorsionada relación con su hombre—, produce una nueva dinámica sexual, psicológica y espiritual:

Después que el hombre se unió a ella en la creación, ella continúa deseándolo, aun en el lugar del juicio… En este punto de cambio, hasta las distinciones dentro de una sola carne se convierten en oposiciones… luego se produjeron divisiones que ocasionaron «sexos opuestos»… Pero… ella sigue anhelando la unidad original de varón y mujer… Así vive en tensión no resuelta. Donde una vez había mutualidad, ahora hay una jerarquía de división… En consecuencia, la mujer se corrompió al convertirse en esclava, y el hombre se corrompió al convertirse en amo.[16]

La situación puede resumirse en tres líneas:

La mujer quiere un compañero y consigue un amo.

Quiere un amante y consigue un dueño.

Ella quiere un esposo y consigue un jerarca.[17]

Todos los que leen o escuchan la historia del Génesis debieran reconocer, sin embargo, que esta supremacía masculina «no es un decreto divino ni el destino de la mujer. La posición de ambos es el resultado de la desobediencia compartida. Dios describe esta consecuencia pero no la pre­scribe como castigo».[18] Sin embargo, la aserción del dominio’ y la prerrogativa del hombre es obviamente una consecuencia transcultural del pecado humano. Se ha sugerido que puede haber «algo parecido a una falla congénita en los hombres que les hace demasiado fácil suponer que tienen derecho a dominar a las mujeres».[19]

Cualesquiera que sean los factores bioquímicos o genéticos que intervengan en esto, en la mayor parte de las culturas se enseña a los muchachos que ser competentes y tener éxito como hombres, consiste en controlar, o por lo menos causar la impresión de que se está en control. Puesto que en realidad nadie está en posición de control todo el tiempo, existe una necesidad constante y penetrante de una gran cantidad de comportamientos compensatorios; es decir, ejercer control sobre cualquier cosa que pueda ser controlada con el fin de mantener la ilusión de que uno es un varón competente y de éxito.

Al mismo tiempo, existe una tendencia correspondiente negativa en las mujeres, similarmente «parecida a una falla congénita», que hace que sea demasiado fácil para ellas consentir en su subordinación, y evitar cualquier actitud o acción que pudiera amenazar sus relaciones con los hombres. Esta es una tentación muy seductora, porque pasa muy fácilmente por virtud. Después de todo, «¿no consideran los cristianos el servicio abnegado y el deseo de mantener la paz y la unidad social como frutos del Espíritu Santo?»[20] Además, la resistencia de las mujeres a la dominación de los hombres parece, tanto para las mujeres como los hombres, peligrosamente similar a la negación de las limitaciones humanas que fue el problema moral fundamental de la humanidad. Porque en la mayor parte de las culturas, a las niñas se les enseña que para ser mujeres aceptables y de éxito, tienen que complacer a los hombres y así hacerse responsables de la calidad de las relaciones interpersonales.

Debido a estas tendencias características de hombres y mujeres, producidas por la naturaleza o la acción de la cultura, o por ambas, es una experiencia común que cuando una mujer rehúsa ser controlada por un hombre, es acusada de querer controlarlo a él. Porque desde el punto de vista del hombre parece que está dominado por cualquier cosa o persona que rehúse dejarse dominar por él, con lo que frustra su deseo de dominar, es decir, de controlar.

Sin reproche

Sin embargo, ¿podría ser que la dinámica de la dominación del hombre y del sometimiento de la mujer, haya tenido el propósito de corregir la dinámica de la iniciativa de la mujer y la pasividad del hombre en el Jardín del Edén? La respuesta es un NO rotundo.

En primer lugar, la historia no ofrece ningún asidero para suponerlo. Las profundas y poderosas palabras dirigidas a la mujer no incluyen ninguna clase de reproche por su iniciativa. «Ninguna objeción se levanta contra el hecho de que ella, como mujer o esposa, se tomó la libertad de instigar una acción y de invitar a su esposo a ir en pos de ella. En ninguna parte del texto aparece alguna indicación que indique que se le llamó la atención por no haberse mantenido en su lugar, dentro de una presunta estructura de autoridad».[21] El pasaje dice simplemente:

Tomó de su fruto y comió.

Y también dio a su esposo,

que comió igual que ella (Gén. 3:6).

En segundo lugar todo el resto de la declaración de juicio en tres partes es una descripción de las cosas que salieron mal en el orden de la creación como resultado de la desobediencia humana. Es un catálogo de problemas que es necesario encarar y no de soluciones que deben perpetuarse. Habría sido notablemente extraño si la predicción de que «él te dominará» (Gén. 3:16) fuera el único asunto positivo en una larga lista de negativos.

Sin embargo, hay otras formas en que la declaración hecha a la mujer es en verdad diferente de las declaraciones emitidas a la serpiente y al hombre. Por sombría que sea la declaración dirigida a la mujer, es también significativa por las palabras que no incluye. Por ejemplo, no contiene ninguna acusación contra la mujer, nada que comience con «porque has…» Tampoco se dice que la mujer sea objeto de una «maldición», como sucedió con la serpiente y la tierra —aunque por cierto que la mujer es afectada por la hostilidad mutua entre la serpiente y la humanidad, tal como el hombre es afectado por la disminución de la productividad de la tierra.[22]

Lo mismo que la mujer, el hombre experimentaría muchas aflicciones y desilusiones. La tierra, de la que fue creado, resistiría sus esfuerzos para obtener su alimento de ella. Sus plantas con frecuencia serían inútiles y producirían espinas y cardos, lo que haría que la existencia humana se convirtiera en una lucha permanente. Al final de la vida se produciría la disolución del hombre y su reunión con la tierra. Al comienzo fue diferenciado de la tierra por el hálito de vida de Dios que lo convirtió en persona viviente. Ahora encontraría su destino en el polvo de la tierra. De este modo la maldición de la tierra se convirtió en maldición del hombre. Otra relación ideal, la historia de amor del paraíso, se convirtió en frustración del florecimiento y la satisfacción humanos.

Todo esto fue consecuencia de la desobediencia voluntaria de los primeros seres humanos, de haber Adán elegido seguir el ejemplo de su mujer antes que obedecer el mandamiento de su Creador. Aquí nuevamente, lo que se dice hace tanto más importante lo que se deja sin decir. El hombre había sido claramente irresponsable: había rehusado obedecer una orden explícita de Dios. Obedeció «la voz» de su esposa, es decir, tomó como guía para sus acciones el ejemplo y la invitación de la mujer antes que la instrucción divina. Pero en ningún sentido fue el hombre «acusado de haber fallado en controlar a la mujer».[23] No había ninguna sugerencia de que ése fuera su rol, su responsabilidad o su derecho.

Relaciones cambiadas

Los efectos de la desobediencia humana sobre las diversas clases de relaciones fueron devastadores. La relación entre los animales y los seres humanos cambió de armonía y compatibilidad ecológicas a temor y beligerancia. La relación entre el hombre y la mujer cambió de éxtasis, compañerismo y complementación a separación, dominio y competencia. La relación entre el mundo vegetal y la existencia humana cambió de producción satisfactoria a trabajo duro. La relación entre la tierra y la humanidad cambió de fuente creadora a disolución inevitable en la muerte. La existencia humana, que tenía el propósito de ser una experiencia de prosperidad y satisfacción permanentes, se convirtió en enfermedad fatal.

Pero la historia no ha concluido aún. Después de la descripción de las consecuencias de la desobediencia humana, siguió el anuncio de un simbolismo definitivo. La respuesta divina a la separación voluntaria de la humanidad de Dios, es la separación de la humanidad de la fuente de existencia representada por el árbol de la vida. Con ironía impactante, la historia cita estas palabras pronunciadas por Dios:

«Ahora el hombre es como uno de nosotros, conocedor del bien y del mal» (Gén. 3:22).

¿Como Dios? ¿Qué sucede aquí? «Criaturas desvalidas, sus vidas deshechas por los conflictos, la discordia y la enemistad difícilmente podrían ser candidatos a la divinidad. De modo que Dios en su declaración se mofa de la serpiente y declara culpable a la pareja mediante la incongruencia entre lo que se le había prometido y lo que habían recibido. Habían esperado la divinidad pero recibieron el desastre».24 Creados a imagen de Dios, su elección de actuar como si fueran Dios produjo resultados que demostraban cuán desemejantes de Dios eran en realidad. El «dominio» planeado que debían ejercer en el mundo de Dios se había marchitado hasta convertirse en una lucha por la supervivencia, contra la tierra, las plantas y los animales. Todavía vinculados emocional y sexualmente, desconfiaban uno de otro. El hombre había dado a su esposa el nombre de Eva, que evocaba la idea de vida, porque esperaba que ella se convirtiera en «la madre de todos los vivientes» (Gén. 3:20). Pero debido a su asociación en la desobediencia, ella se convirtió también en la madre de todo lo que debía morir.

La historia concluye con el inevitable juicio divino:

Dios el Eterno dijo: «Así, evitemos que alargue su mano, y tome también del árbol de la vida, y coma y viva para siempre» (Gén. 3:22).

La declaración queda en suspenso en medio de la frase, y no se completa con palabras sino por medio del acto de la expulsión de los seres humanos del Jardín del Edén, y de la aplicación de medidas que imposibilitaban su regreso al árbol de la vida. «Extrañados el uno del otro, el hombre y la mujer son expulsados del jardín y alejados para siempre del árbol de la vida».25

El paraíso había desaparecido. La desobediencia humana había introducido una diferencia ontológica y también moral. Había cambiado lo que la humanidad había sido. Habiéndose distanciado del Creador al esconderse entre los árboles del jardín, ahora la humanidad era mantenida a distancia del árbol de la vida que estaba en medio del huerto.

Las buenas nuevas

Sin embargo, todavía había algunas noticias muy buenas. La desaparición del paraíso no fue la última palabra de Dios acerca de la humanidad. Alejada del árbol de la vida, la humanidad ya no podía evadir la muerte; pero la existencia humana se iba a beneficiar con la posibilidad de contrarrestar una parte de los efectos producidos por su alejamiento de la Fuente de vida.

La gracia divina resulta claramente evidente, por ejemplo, en la adquisición de conocimiento que permitió a los seres humanos domesticar algunos animales para su uso; inventar máquinas para aliviar su trabajo y hacerlo más productivo; desarrollar nuevos métodos agrícolas y nuevas variedades de plantas que produjeran mayor cantidad de alimento con menor esfuerzo; emplear la biología, la química y la física para luchar contra las enfermedades.

Y la gracia divina es igualmente evidente en cada familia, iglesia y sociedad en las que las relaciones transformadas en­tre hombres y mujeres les permiten disfrutar de la mutualidad y el complemento de la sexualidad auténtica, experimentar la franqueza y vulnerabilidad de la verdadera intimidad, y apreciar las diferencias como realce de su humanidad a imagen de Dios. El resultado de esta gracia no es ni la restauración inmediata del paraíso ni la reconstrucción de la historia perfecta de amor; pero a pesar de cuán profundamente se han distorsionado las relaciones entre el hombre y la mujer como consecuencia del pecado, no deben subestimarse las posibilidades de la gracia divina en las vidas humanas.

Porque la gracia de Dios asegura la posibilidad de la existencia y la realización humanas mucho más semejante a la descrita en la historia de la creación, de lo que a menudo imaginamos. Esa es la existencia que debiera haber sido la experiencia común de hombres y mujeres si el paraíso no hubiera desaparecido. Y permanece como una visión esencial e ideal importante para los hombres y las mujeres que deseen crecer y prosperar como imagen humana de Dios.


Sobre el autor: El Dr. Fritz Guy es bien conocido en los círculos adventistas como un erudito, profesor, pastor y administrador, y se lo considera como uno de los mejores teólogos sistemáticos de la denominación. Ha enseñado en la Universidad de Loma Linda y en el Seminario Teológico Adventista de la Universidad Andrews, en Berrien Springs, Michigan, y es actualmente profesor de teología y filosofía en la Universidad de La Sierra, Riverside, California.


Notas

[1] Mary StewartVan Leeuwen, Gender and Grace: Love, Work and Parenting in a Changing World [Género y gracia; amor, trabajo y paternidad en un mundo cambiante], p. 43. (Downers Grove, IL: Inter Varsity, 1990); PhyllisTrible, God and the Rhetoric of Sexuality [Dios y la retórica de la sexualidad],pp. 72-143. (Filadelfia: Fortress, 1978.)

[2] Ver, además de Van Leeuwen y especialmente Trible, también Carol Meyers, Discovering Eve: Ancient Israelite Women in Context [Descubriendo a Eva: mujeres israelitas antiguas en contexto],pp. 72-121. (Nueva York: Oxford, 1988.)

[3] La traducción de textos bíblicos ha sido provista por el autor en consulta con versiones modernas y comentarios eruditos de textos hebreos.

[4] Trible, p. 103.

[5] Ver Claus Westermann, Génesis: A Practical Commentary [Génesis: un comentario práctico],p. 21.(Grand Rapids,MI: Eerdmans. 1987.)

[6] Trible, pp. 108-109.

[7] Meyers, p. 92.

[8] Trible, p. 113.

[9] Van Leeuwen, p. 433.

[10] Tertuliano, De cultu feminarum, en The Fathers of the Church, 40, p. 118. (Westminster, MD: Fathers of the Church, Inc., 1959 )

[11] Trible, p. 114.

[12] Ver Westermann, p. 22.

[13] Trible, p.l25.

[14] Ver Meyers, pp. 99-109.

[15] Meyers, p. 102.

[16] Trible, p. 128.

[17] Carol Caster Howard, citada sin fuente documentada en Gilbert Bilezikian, Beyond Sex roles: What the Bible Says About a Woman’s Place in Church and Family, p. 229. (Grand Rapids, MI: Baker, 1985).

[18] Trible, p. 128.

[19] Van Leeuwen, p. 45.

[20] Ibid., p. 46.

[21] Bilezikian, pp. 54-55.

[22] Ver Trible, p. 126; también Bilezikian, p. 54.

[23] Trible, p. 129.

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