El Sacerdocio de TODOS los creyentes

El Sacerdocio de TODOS los creyentes

Por Raoul Dederen

 

En un pasaje que merece más atención de la que se le da, el apóstol Pedro escribe:

Acercándoos a él, piedra viva, desechada ciertamente por los hombres, pero para Dios escogida y preciosa, vosotros también, como piedras vivas, sed edificados como casa espiritual y sacerdocio santo, para ofrecer sacrificios espirituales aceptables a Dios por medio de Jesucristo. Por lo cual también dice la Escritura: “He aquí, pongo en Sión la principal piedra del ángulo, escogida, preciosa; el que crea en él, no será avergonzado”.

Para vosotros, pues, los que creéis, él es precioso. En cambio para los que no creen: “La piedra que los edificadores desecharon ha venido a ser la cabeza del ángulo” y: “Piedra de tropiezo y roca que hace caer”. Ellos por su desobediencia tropiezan en la palabra. ¡Ese es su destino!

Pero vosotros sois linaje escogido, real sacerdocio, nación santa, pueblo adquirido por Dios, para que anunciéis las virtudes de aquel que os llamó de las tinieblas a su luz admirable. Vosotros que en otro tiempo no erais pueblo, ahora sois pueblo de Dios; en otro tiempo no habíais alcanzado misericordia, ahora habéis alcanzado misericordia (1 P 2:4-10, RVR 95).

En estos versículos, tras una declaración del propio Pedro (vv. 4-5), sigue en los vv. 6-8 una cita de tres textos del Antiguo Testamento (Is 26:16; Sal 118:22; Is 8:14-15) mezclados con unos pocos comentarios explicativos. En los vv. 9 y 10 Pedro usa tres textos adicionales (Is 43:20-21; Ex 19:6; Os 2:25), sin citarlos directamente del Antiguo Testamento como las primeras referencias.

En sus advertencias sobre la naturaleza de la iglesia el apóstol usa un conjunto de imágenes familiares para los creyentes cristianos primitivos: por ejemplo, Jesús como la piedra, la piedra angular y la piedra de tropiezo, y también los miembros de la comunidad cristiana como piedras que conforman un edificio. Estos eran conceptos comúnmente aceptados por los cristianos del primer siglo (cf. Ef 2:19-20; Ro 9:33; Mr 12:10-11; Ef 2:20-22). Lo mismo es cierto de Jesús como rechazado (Mr 8:31; Lc 17:25), y de Jesús como elegido (Lc 9:35; 23:35). Los términos “casa”, “edificio” y “templo” son aplicados por lo común a la iglesia en el Nuevo Testamento (Mt 16:18; 1 Co 3:9, 16-17; 1 Ti 3:15). Así también era corriente la idea de sacrificios aceptables a Dios (Ro 12:1; 15:16; Heb 13:15-16) y el concepto de que quienes no eran pueblo de Dios, podían llegar a serlo por conversión (Ro 9:25; 11:17-24).

En 1 P 2:4-10 el apóstol se está moviendo en un círculo de ideas que son compartidas entre los primeros cristianos. Su centro era la fe en Cristo y el concepto de la iglesia como la continuación de Israel. Su postura no era aislada, sino que reflejaba una perspectiva común de importante significado.

En la conclusión a su razonamiento (vv. 9 y 10), Pedro cuidadosamente expone la afirmación de que los cristianos son “linaje escogido, real sacerdocio, nación santa, pueblo adquirido por Dios”, que pueden declarar los maravillosos hechos de Dios quien los llamó de las tinieblas a su maravillosa luz. En estos versículos uno encuentra el concepto veterotestamentario acerca del sacerdocio fusionado con parte de Ex 19:5-6: “Ahora, pues, si dais oído a mi voz, y guardáis mi pacto, vosotros seréis mi especial tesoro sobre todos los pueblos, porque mía es toda la tierra. Vosotros me seréis un reino de sacerdotes y gente santa”.

Esta revisión de la declaración de Pedro sobre el sacerdocio de todos los creyentes, aunque breve, constará de varios pasos. Primero buscaremos reunir los elementos básicos del sacerdocio levítico aarónico. Averiguaremos luego los fundamentos del sumo sacerdocio de Jesús como continuación y cumplimiento del modelo sacerdotal levítico. Seguirá a esto el examen del concepto neotestamentario de que todos los creyentes convertidos, conforme al plan divino, pertenecen al sacerdocio, las implicaciones básicas del mismo y algunos de sus malentendidos más sorprendentes. Finalmente, bosquejaremos unas pocas palabras de conclusión, que enfatizarán el propósito práctico de la doctrina bíblica.

El sacerdocio levítico

En el corazón de la religión del Antiguo Testamento estaba la relación con Dios. En Israel, el pacto, el templo, la adoración, y cada faceta de la vida eran otras tantas expresiones de esa relación. Los profetas y sacerdotes eran los guardianes y siervos de esta vida de relación. Sus funciones pueden ser mejor entendidas en ese contexto[1].

Aarón, los sacerdotes y los levitas

Si bien después del pacto en el Sinaí algunos que no eran levitas realizaron funciones sacerdotales en forma ocasional, como por ejemplo Gedeón (Jue 6:24-26), Manoa de Dan (Jue 13:19), Samuel (1 S 7:9), David (2 S 6:13-17) y Elías (1 R 18:23, 37-38), era la tribu de Leví la que investía el oficio sacerdotal[2]. Todos los sacerdotes eran levitas, aunque no todos los levitas eran sacerdotes ni mucho menos. El sacerdocio mismo estaba restringido a la familia de Aarón y a sus descendientes (Ex 28:1,41,43; Nm 3:10). Ellos se encargaban de las tareas sacrificiales. Aarón mismo era “el sumo sacerdote entre sus hermanos” (Lv 21:10), o sea desempeñaba un cargo descrito como “sumo sacerdote” (Nm 35:25, 28; Jos 20:6), “el sacerdote” (Ex 31:10) o “el sacerdote ungido” (Lv 4:3, 5, 16). Al igual que los demás sacerdotes, su cargo era hereditario y pasaba a su hijo mayor (Nm 3:32; 20:28; 25:10-13). El sumo sacerdote llevaba los nombres de todas las tribus de Israel sobre su pectoral al entrar al santuario, representando así a todo el pueblo delante de Dios (Ex 28:19). Al mismo tiempo que sus obligaciones eran en principio similares a las de los demás sacerdotes, tenía ciertas responsabilidades exclusivas, la más clara de las cuales era su ministerio en el día de la expiación (Lv 16). A los levitas, quienes habían sido asignados “como un don, a Aarón y a sus hijos” (Nm 8:19), Dios les confió la supervisión de los deberes menores del tabernáculo (Nm 1:50; 3:28, 32; 8:15, 31). Ellos ayudaban a los sacerdotes (Nm 3:6, 8; 18:2) y servían a la congregación en distintas funciones (Nm 16:9; 8:19).

Un pueblo-sacerdote, un reino de sacerdotes

El sumo sacerdote, los obispos y los levitas, todos descendientes de Leví, representaban la relación de la nación con Dios. Tomaban el lugar del primogénito que por derecho le pertenecía a Dios (Ex 13:1-2, 13; Nm 3:12-13, 45), lo que aparentemente reflejaba el deseo original de Dios de que todo su pueblo debía ser un pueblo de sacerdotes, un “reino de sacerdotes” (Ex 19:4-6; cf. Nm 15:40). Con el establecimiento de la teocracia en el Sinaí y la construcción del tabernáculo, dado el desliz de su pueblo en el momento de la apostasía del becerro de oro (Ex 32:26-29; Dt 33:8-11), Dios designó a la tribu de Leví para su servicio en lugar del primogénito (Nm 3:5-13; 8:14-19). Sin embargo, en el trasfondo, la visión del pueblo de sacerdotes permanece, para convertirse en el “sacerdocio de todos los creyentes” bajo el único Sumo Sacerdote del Nuevo Testamento, el Señor Jesucristo.

Funciones y responsabilidades sacerdotales básicas

Como se observó al principio, en el corazón de la religión hebrea estaba la  relación personal con Dios, una relación perturbada por el pecado. La necesidad de mantener esa relación hizo inmensamente importantes a los sacerdotes y sus ministerios. Su papel era de mediadores entre Dios e Israel. Asistían en la solemne tarea de acercarse a Dios en representación del pueblo. Los sacerdotes hacían esto no porque fueran innatamente mejores o más santos que el resto de la nación, sino porque ésa era la tarea que Dios, en su misericordia, les había confiado. Sus funciones y responsabilidades eran evidencia de la misericordia de Dios hacia su pueblo y de la importancia de mantener una relación aceptable con Dios.

La elaborada ceremonia de siete días de consagración de Aarón y sus hijos (Ex 29:1-37; Lv 8) apartaba del pueblo a los sacerdotes como personas santificadas, escogidas por Dios, consagradas a Dios, y que representaban al pueblo delante de Dios así como representaban a Dios ante el pueblo. Como representantes del pueblo tenían que ofrecer diversos sacrificios aceptables y oficiar en los servicios ordenados e instituidos por Dios mediante Moisés. Al representar a Dios delante de Israel, el sacerdote enseñaba al pueblo la ley de Dios (Lv 10:11; Dt 33:10), administraba justicia (Dt 17:8-13; 19:16-17), velaba sobre la salud física de la nación (Lv 13-15) y juzgaba la pureza ritual (Lv 13).

Otras responsabilidades eran compartidas con los levitas en general.

Al representar a Israel delante de Dios, el sacerdote se preocupaba principalmente en ministrar en el altar y en ofrecer sacrificios (Dt 33:8-10). Asumiendo el hecho que los israelitas eran pecadores con necesidad de un mediador, la tarea esencial del sacerdote era representar a Israel ante Dios. Esta función era inherente al sacerdocio; las demás eran responsabilidades adicionales. La epístola del Nuevo Testamento a los Hebreos subraya este aspecto del sacerdocio hacia Dios como su misma esencia (Heb 6:20; 7:25; 9:24). La representación de los pecadores ante Dios implicaba admitir la pecaminosidad de la raza humana, la santidad de Dios y la necesidad de ciertas condiciones para acercarse a Dios. También conllevaba el derecho de acceso a Dios y la posibilidad de permanecer en la presencia de Dios.

Jesucristo, el Sumo Sacerdote eterno

La continuidad del ministerio sacerdotal del Antiguo Testamento

Si bien los primeros creyentes cristianos judíos continuaban alabando a Dios en el templo en Jerusalén (Hch 2:46; 3:1; 21:27; 22:17), su comprensión del sacerdocio había sufrido un cambio radical. El evangelio que recibieron y proclamaron los había llevado a entender que en Cristo Jesús, Dios había provisto un mediador eterno. Su vida y muerte en la cruz tenía una dimensión expiatoria. Lo que en el pasado había sido emprendido por sacerdotes y levitas sobre una base continua, ahora había sido consumado de una vez para siempre en Jesucristo, cuyo sacerdocio fue entendido como la continuación del ministerio sacerdotal del Antiguo Testamento. El sacerdocio de los levitas y el de Cristo se relacionan entre sí como la preparación se relaciona con el cumplimiento y como lo provisional se relaciona con lo ideal (Heb 8:5; 9:23-28). En la epístola a los Hebreos uno encuentra la aplicación a Cristo de los términos “sacerdote” y “sumo sacerdote”[3]. Si bien las funciones sacerdotales y mediadoras de Cristo conectadas con el sacrificio y la intercesión se advierten en todo el Nuevo Testamento (Mt 20:28; Jn 1:29; Ro 8:34; 1 Co 5:7; Ef 2:13-14, 18; 1 P 1:18-19), en Hebreos el sacerdocio de Cristo halla su máxima expresión.

Redentor y sacerdote

Uno puede sorprenderse de que el sacerdocio de Cristo sea presentado tan vigorosamente en la epístola a los Hebreos. Pareciera que su autor estaba preocupado por la degeneración espiritual (5:11-14) y la recaída, si no apostasía (6:1-9; 10:35), de sus destinatarios. Una experiencia personal del sacerdocio de Cristo recuperaría la firmeza, el crecimiento y la seguridad espirituales. Estos cristianos hebreos conocían a Jesús como Salvador y tenían un conocimiento elemental de las verdades de la redención (6:1), pero posiblemente no se dieron cuenta de lo que significaba tener a Cristo como Sacerdote. La distinción entre ambos no carece de importancia.

Siglos antes el sacerdocio levítico se había establecido en el Sinaí después del rescate del pueblo de Dios de Egipto y del cruce del Mar Rojo. En el Sinaí, Israel debiera haberse dado cuenta de que Dios los había atraído a Él (Ex 19:4) y que, más allá de la liberación, la verdadera relación con Dios y la relación de Dios con ellos era morar entre ellos (Ex 19:4-6; 25:1-8). El sacerdocio se estableció para proveer los medios de acceder a Dios, sin temores, sobre la base de una redención preexistente. De la misma manera los cristianos hebreos conocían a Cristo como Redentor. Habían de discernir la posibilidad, el poder y el gozo del acceso constante y libre a Dios a través de Cristo, con plena seguridad y sin temor (Heb 4:14-16). Ciertamente hay una diferencia importante entre conocer a Cristo como Salvador y como Sacerdote. Esta es una de las distinciones centrales entre las enseñanzas de Romanos y Hebreos. Mientras que a Romanos le preocupa la redención que hace posible el acceso a Dios (Ro 5:1-2), a Hebreos le preocupa el acceso hecho posible por la redención. El llamamiento constante de la epístola es “el acercamiento” (Heb 10:22), no el “retroceso” (10:39) sino el “avance” (6:1).

La idoneidad de Cristo

A las preguntas: ¿Qué es, exactamente, lo que constituye el carácter representativo del sacerdocio de Cristo? o ¿Por qué Dios designó a Cristo y no a otro?, la epístola a los Hebreos presenta varias respuestas. Para comenzar, el sacerdocio de Cristo es una continuación y cumplimiento del ministerio sacerdotal del Antiguo Testamento. Esto es la base de la idoneidad sacerdotal de Cristo. La epístola explica que Cristo ha sido designado por Dios (Heb 5:5-10) para representar a los hombres en relación con Dios (5:1). Su humanidad perfecta involucra unidad con hombres y mujeres por quienes actúa, habiendo padecido, como ellos, la disciplina del sufrimiento y la tentación (Heb 2:9, 14-18; 4:15). En su carácter personal Cristo era santo e inocente (Heb 7:26-27; cf. 1 P 3:18), por lo tanto no tenía necesidad de purgar sus pecados como lo hacían los hijos de Aarón (Heb 7:28), quienes tenían que ofrecer sacrificios por sí mismos así como por los hijos de Dios (Heb 5:2-3; 7:27-28; 9:7). Siendo sujetos a la muerte, los sacerdotes del Antiguo Testamento no podían perpetuar su ministerio para siempre. Pero Jesús es sin pecado, un Sumo Sacerdote perfecto y eterno (Heb 4:15; 5:7-10; 7:23-28; 9:14), quien puede “compadecerse de nuestras debilidades” (Heb 2:14-18; 4:15)[4].

En contraste con el imperfecto santuario del antiguo pacto (Heb 9:1-5), con sus rituales repetitivos (Heb 9:6-10) “que no pueden hacer perfecto, en cuanto a la conciencia, al que practica ese culto” (Heb 9:9; cf. 10:4), Cristo, quien paradójicamente es al mismo tiempo sacerdote y ofrenda (Heb 9:11, 14, 26), entró en “el más amplio y más perfecto tabernáculo” del cual el tabernáculo de Moisés era sólo “figura y sombra” (Heb 8:1-7). Él tomó su propia sangre y se tornó en el mediador de un nuevo y mejor pacto (Heb 9:11-15), intercediendo constantemente (Heb 7:25). Como “símbolo para el tiempo presente” (Heb 9:9), la forma aarónica de ingresar en el santuario perduró “hasta el tiempo de reformar las cosas” (Heb 9:10).

El sacerdocio de Cristo y el de Melquisedec

Uno de los rasgos más señalados en la exposición de Hebreos es la asociación del sacerdocio de Cristo con el de Melquisedec[5], un sacerdocio que no sólo supera al de Aarón (Heb 7:11) sino que  llega hasta los días de Abrahán. Melquisedec es mencionado tres veces en las Escrituras y cada vez la referencia tiene un significado peculiar. En Génesis 14 aparece en la historia conectado con Abrahán y es llamado “sacerdote del Dios Altísimo” (v. 18). En Salmo 110 se lo menciona en un salmo generalmente considerado como mesiánico y Cristo lo aplica a sí mismo (Mt 22:44). Aparece una tercera vez en Hebreos, en donde no solamente se toma en cuenta Génesis 14, sino que se lo usa para tipificar algunos de los aspectos del sacerdocio de Cristo.

Dios había prometido que el rey mesiánico sería también “sacerdote para siempre según el orden de Melquisedec” (Sal 110:4). Tal promesa insinuaba las imperfecciones del orden aarónico (Heb 7:11-14). La mera afirmación de otro sacerdocio es bastante llamativa. Además, la posición de Melquisedec como rey indica las prerrogativas reales del sacerdocio de Cristo. El que según Génesis 14, de Melquisedec “nada se sabe… ni del principio y fin de su vida”, es usado en Hebreos para tipificar la perpetuidad del sacerdocio de Cristo, no interrumpido por comienzo ni final genealógico (Heb 7:3; cf. 7:15-19). El orden de Melquisedec es también superior al de Aarón dado que Leví, en los lomos de Abraham, pagó los diezmos al rey de Salem, el menor al mayor (Heb 7:4-10). El sacerdocio ejercido por Cristo es incuestionablemente mayor que el ejercido por los sacerdotes aarónicos y levíticos.

La aplicación fundamental del sacerdocio de Melquisedec en la epístola a los Hebreos tiene que ver más con la persona del rey sacerdote que con sus funciones y responsabilidades. Lo que se subraya en el sacerdocio de Melquisedec es la persona del sacerdote más que la función sacerdotal. A diferencia de Aarón, Melquisedec era una persona de la realeza, permanente y singular. Se enfatiza en Hebreos la superioridad personal de Melquisedec en estas áreas sobre el sacerdocio de Aarón. No se realiza ninguna comparación entre Melquisedec y Cristo, sino se usa al primero para simbolizar o tipificar la superioridad personal de Cristo sobre todos los demás sacerdotes, aun sobre Aarón. El sacerdocio de Cristo es inherente a su persona como Hijo de Dios. Primero y antes que nada, es esta singularidad como Hijo de Dios la que le da a Cristo su idoneidad para el sacerdocio.

Funciones sacerdotales de Cristo

Ya que no se registran las funciones sacerdotales de Melquisedec, fue necesario señalar las funciones sacerdotales de Cristo en conexión con las de Aarón. Entre otras cosas, se muestra el contraste por la reiteración de la palabra “mejor” (Heb 7:19, 22; 8:6; 9:23). La esencia del sacerdocio levítico es el sacrificio representativo. “Porque todo sumo sacerdote es escogido de entre los hombres —escribe el autor de Hebreos—, y constituido a favor de los hombres ante Dios, para que presente ofrendas y sacrificios por los pecados” (5:1). Esta es la esencia del sacerdocio. El sacerdote ejerce su sacerdocio haciendo un sacrificio a Dios (Heb 8:3). Al haberse ofrecido a sí mismo como sacrificio por los pecados (Heb 7:27), Cristo presenta su sangre “dentro del velo” (Heb 6:19-20; 8:3; 9:7, 24) en seguimiento de las pautas diarias y anuales del sacerdocio aarónico.

En virtud de su sacrificio en la cruz, Cristo se tornó en “el mediador de un mejor pacto” (Heb 8:6; 9:15; 12:24), su “fiador” o garantía (Heb 7:22), y lleva a cabo su tarea actual como sacerdote. Aunque pueda parecer paradójico, Cristo es presentado como ofrenda y sacerdote al mismo tiempo (Heb 9:14, 26, cf. 7:27).

Como representante del pueblo ante Dios, una de las tareas del sumo sacerdote era interceder. Este aspecto del ministerio de Cristo se expone en forma explícita en Hebreos (Heb 7:25-26; 2:17-18; 4:15-16; cf. Ro 8:34). A las funciones de Cristo como mediador e intercesor, la epístola añade la tarea de santificación (Heb 2:11; 10:10, 14; 13:12), conectando una vez más este aspecto de su ministerio sacerdotal con su muerte en la cruz. El no sólo hizo un sacrificio definitivo sobre la base del cual los pecadores pueden venir a Dios; sino también realizar una tarea santificadora en su pueblo. Todas estas funciones son parte de la actividad actual de nuestro Sumo Sacerdote[6].

En el contexto de su ministerio sacerdotal, Hebreos se refiere a la segunda venida de Cristo. Él se presentó “una vez para siempre” para quitar de en medio el pecado por su muerte en la cruz (Heb 9:26) y para “llevar los pecados de muchos” (v. 28), pero “aparecerá por segunda vez, sin relación con el pecado, para salvar a los que lo esperan”(v. 28). El ministerio sumo sacerdotal de Cristo permanecerá “para siempre” (Heb 7:24) hasta ser completado cuando vuelva otra vez.

El sacerdocio de los creyentes

Necesitamos tratar otra dimensión más muy importante del concepto bíblico de sacerdocio. Es el concepto neotestamentario de que todos los cristianos convertidos pertenecen al sacerdocio. Esta enseñanza es a menudo nombrada como el sacerdocio de todos los creyentes.

El testimonio de las Escrituras

Se pueden identificar cinco referencias del Nuevo Testamento al sacerdocio de los creyentes. Tres se encuentran en el libro del Apocalipsis, que habla de Cristo quien “nos hizo reyes y sacerdotes para Dios, su Padre” (Ap 1:5-6), “y nos has hecho para nuestro Dios un reino y sacerdotes” (Ap 5:10), y de los redimidos “que serán sacerdotes de Dios y de Cristo” (Ap 20:6). Más conocida es la declaración de Pedro exhortando a los seguidores cristianos a venir a Cristo “como sacerdocio santo, para ofrecer sacrificios espirituales aceptables a Dios por medio de Jesucristo” (1 P 2:4-5), seguida por su conclusión: “Pero vosotros sois linaje escogido, real sacerdocio, nación santa, pueblo adquirido por Dios, para que anunciéis las virtudes de aquel que os llamó de las tinieblas a su luz admirable” (v. 9).

El bautismo, la señal de nuestro llamado universal

Levantado de la muerte y ascendido a lo alto, nuestro Sumo Sacerdote está ocupado en una intercesión continua, a fin de que día a día su presencia, poder y oración estén accesibles para nosotros. Más aún, Él nos ha “hecho para nuestro Dios un reino y sacerdotes”, como ya fue señalado. Sepultados con Cristo en el bautismo, nosotros también hemos sido levantados junto con El por medio de la fe (Col 2:12; 3:1; cf. Ro 6:1-4). Por medio del arrepentimiento y de la fe hemos sido admitidos al pacto de gracia y participamos del ministerio sacerdotal de Cristo nuestro Señor. El bautismo es el ungimiento y la consagración de cada creyente regenerado como sacerdote de Cristo. Es el signo de nuestro llamamiento universal. Simboliza una nueva identidad. Elena G. de White concuerda: “El mandato que dio el Salvador a los discípulos incluía a todos los creyentes en Cristo hasta el fin del tiempo”[7].

En virtud de nuestra unión con Cristo participamos de un sacerdocio que se deriva del suyo. Su posición sacerdotal delante de Dios es imputada a cada creyente cristiano. Al llamarnos “sacerdotes ante Dios”, Juan no sólo nos recuerda que Jesucristo es mediador del nuevo y mejor pacto, sino también que nosotros, como un cuerpo sacrificial, sacerdotal, somos enrolados en un ministerio real por medio del cual Cristo anhela redimir al mundo. Los dos títulos, el de rey y el de sacerdote, nos otorgan un llamado digno y serias obligaciones, un compromiso con la tarea sacerdotal de Cristo.

Ofrecer sacrificios espirituales

¿Qué espera Dios de quienes sostienen la doctrina escritural del sacerdocio de los creyentes?[8] Hacer la tarea misma de los sacerdotes. El contenido concreto de este mandato es expuesto poderosamente por Pedro. Para comenzar, como “sacerdocio santo”, debemos “ofrecer sacrificios espirituales aceptables a Dios por medio de Jesucristo” (1 P 2:5).

Pedro no especifica el contenido de esos “sacrificios espirituales”, pero el contexto sugiere que está pensando en un modo de vida, tal como lo acentúa a lo largo de la epístola (1 P 1:15-18; 2:12, 14-15, 20; 3:1-2, 6, 17; 4:19). En otros lugares del Nuevo Testamento se descifra más específicamente la naturaleza de estos sacrificios. Los sacrificios de los cristianos incluían sus alabanzas y confesiones en el nombre de Cristo: “Así que, ofrezcamos siempre a Dios, por medio de él, sacrificio de alabanza, es decir, fruto de labios que confiesan su nombre” (Heb 13:15). No más el fruto de las cosechas o los vástagos de los animales, sino “el fruto de labios”. A continuación, hechos de caridad y compañerismo realizados por los cristianos son sacrificios en los cuales Dios se deleita: “Y de hacer el bien y de la ayuda mutua no os olvidéis, porque de tales sacrificios se agrada Dios” (Heb 13:16). Lo mismo es cierto acerca de los dones materiales y las ofrendas, por ejemplo, que Pablo recibió de los filipenses por mano de Epafrodito y que describe como “olor fragante, sacrificio acepto, agradable a Dios” (Flp 4:18).

Pablo adopta una imagen de los ritos sacrificiales para describir su propia entrega a la tarea del ministerio. Se puede ver aquí una alusión a la perspectiva de su martirio: “Y aunque sea derramado en libación sobre el sacrificio y servicio de vuestra fe, me gozo y regocijo con todos vosotros” (Flp 2:17). De modo que los conversos hechos por los esfuerzos misioneros de la iglesia son considerados como un sacrificio ofrecido a Dios y parte de la tarea sacerdotal (Ro 15:16). La iglesia primitiva consideraba a los gentiles convertidos como las “primicias” de la cosecha del mundo, recogidos por pedido de Cristo (Ap 14:4).

Pablo probablemente alcanza el punto máximo del concepto cristiano de sacrificio cuando exhorta a los creyentes de Roma a presentar sus “cuerpos como sacrificio vivo, santo, agradable a Dios, que es vuestro verdadero culto” (Ro 12:1). Los cuerpos de los cristianos son “miembros de Cristo” (1 Co 6:15), templos del Espíritu Santo (1 Co 6:19). Como son presentados a Dios cada momento en Cristo, los cristianos deben esforzarse por ser lo que ya son por fe: santos, puros, sin mancha. Este vivir sacrificial se logra por medio del poder de la resurrección de Cristo y la intercesión en los cielos.

La obligación misionera

Los creyentes sacerdotes no sólo son llamados a ser un sacerdocio santo, ofreciendo sacrificios espirituales aceptables a Dios por medio de Jesucristo, sino también para que “anunciéis las virtudes de aquel que os llamó de las tinieblas a su luz admirable” (1 P 2:9).

De acuerdo con Ex 19: 5-6, que es la raíz de la declaración de Pedro, los hijos y las hijas de Israel habían de ser sacerdotes para Dios porque Él los había escogido de entre todas las naciones para una misión especial de servicio. Fueron llamados para ofrecer a Dios el sacrificio de adoración y obediencia que las naciones que los rodeaban no rendirían, y para ofrecer al mundo el testimonio de la gracia que Dios quería mostrar por medio de ellos. Su oficio era el de un pueblo sacerdotal, escogido y separado por la devoción a Dios, para la tarea de llevar a Dios a todas las naciones (cf. Gn 12:3; Is 49:6; 53:3-5; 56:6-8; Gl 3:8). “Si dais oído a mi voz, y guardais mi pacto, vosotros seréis mi especial tesoro sobre todos los pueblos, porque mía es toda la tierra”, fue el llamado de Dios a Israel por medio de Moisés (Ex 19:5; cf. v. 3).

Dios había elegido a Israel, no porque no tuviese interés en las demás naciones, sino precisamente por causa de su preocupación por “toda la tierra”. Israel como nación había sido apartada como un sacerdocio con una tarea mediadora de cara a Dios y al mundo. Era un sacerdocio que señalaba hacia el futuro Sacerdote, Profeta y Mesías Rey. Pedro claramente llama a los creyentes cristianos, a los que recibieron misericordia y han sido hechos “real sacerdocio, nación santa”, a proclamar que “la piedra que los edificadores desecharon ha venido a ser la cabeza del ángulo” (1 P 2:7-10, citando Sal 118:22). Dios ha llamado así a la iglesia cristiana, como heredera de la comisión originalmente dada a la nación judía, para representarlo delante de todas las naciones y las necesidades de todas las naciones ante Dios.

Por lo tanto los cristianos son: un reino de sacerdotes. No se trata de un título honorífico conferido para fomentar nuestra autoestima, ni una pretensión de privilegios propios de la realeza. Como el antiguo Israel, además de ofrecer nuestros sacrificios a Dios, debemos ser testigos de su presencia, recordativos de su gracia, revelando la presencia amorosa de Dios en el mundo por medio de vidas modeladas por su misericordia. Como creyentes sacerdotes, se coloca la obligación misionera sobre todos nosotros. Hemos de comunicar la cercanía de Dios a quienes encontremos. No podemos aislarnos más de los pecados, pesares y zozobras del mundo donde vivimos. Debemos ver nuestro sacerdocio a la luz del de Cristo. Así como El fue enviado al mundo a cumplir una misión sacerdotal por los pecadores, así también sus creyentes sacerdotes son comisionados a cumplir la misión que les ha sido confiada. El concibió su misión en términos de servicio (Mr 10:45) y enseñó a sus discípulos que ellos también eran siervos (Mt 10:24-25; Jn 15:20): siervos del Siervo de Dios, ofreciendo a todas las naciones y gentes redención por medio de la muerte de Cristo en la cruz y el ministerio sacerdotal en los cielos (Ef 1:7; Heb 9:15, 11-12).

No obstante, sigue siendo posible que recibamos todo de Dios y sin embargo seamos obstáculos que impidan su actividad redentora en el mundo. Necesitamos velar contra la tentación del orgullo y de ocupar nuestro tiempo hablándonos entre nosotros mismos. No somos llamados a ser sacerdotes de nosotros mismos o a ir solos al altar.

Un sacerdocio corporativo

El sacerdocio del cual habla el Nuevo Testamento es un sacerdocio corporativo, un sacerdocio de la iglesia cristiana toda. Aunque se otorgan dones espirituales individualmente a los cristianos convertidos (1 Co 12:4-11; 1 P 4:10), el sacerdocio se entiende en un sentido colectivo como que pertenece al cuerpo todo de los creyentes. En cada caso, ya sea en 1 Pedro o en el Apocalipsis, las palabras “sacerdote” y “sacerdocio” se usan colectivamente. La comunidad de los creyentes cristianos, no sólo los individuos, es sacerdotal. Esto es particularmente evidente en 1 P 2:5 y 9, donde el apóstol usa “un cuerpo de sacerdotes (hierateuma)”, en paralelismo con “una casa espiritual”, “linaje escogido” y “el pueblo de Dios”.

Así pues, todos los miembros de la iglesia tienen tanto una responsabilidad individual como corporativa. La intención completa del sacerdocio, su significado final, queda negada si al sacerdocio se lo percibe solamente en términos individualistas; mi acceso a Dios, mi ministerio intercesor, mi derecho a interpretar la Palabra de Dios. La iglesia es una congregación de creyentes sacerdotes, de creyentes sacerdotes dotados con los dones espirituales del Espíritu Santo para el bien de la iglesia como un todo (1 Co 12:7; 1 P 4:10). Corporativamente, la iglesia es el sacerdocio instituido por Dios mismo para que los hombres y las mujeres alrededor del mundo puedan aprender acerca de Dios, tener acceso a El, y a su vez ofrecer sacrificios espirituales.

Aplicaciones prácticas

Siempre es difícil llevar una doctrina de la teoría a la práctica. En el caso de la doctrina del sacerdocio de todos los creyentes se dan sorpresas, interrogantes y aun malos entendidos.

Dios llama a quien quiere

Puesto que los dones del Espíritu se otorgan a todos los creyentes cristianos, cada uno tiene un ministerio definido, un sacerdocio para desempeñar. Todos tienen igual acceso a Dios. “Acerquémonos, pues, confiadamente al trono de la gracia” (Heb 4:16). Todos podemos “entrar en el Lugar Santísimo” y acercarnos a Dios (Heb 10:19-22). Todos, de acuerdo con su disposición, comparten el sacerdocio del Cristo ascendido del cual deriva la iglesia su carácter de sacerdocio real.

Esta declaración de igualdad por la que todos somos sacerdotes exige que tomemos seriamente el llamado de Dios a cada creyente sacerdote. Requiere que tomemos seriamente algunos llamados inverosímiles. Algunos a quienes Dios llamó pueden tener escasa idoneidad tradicional de respetabilidad. Otros pueden hablar el idioma equivocado, tener el color de piel inapropiado o ser de un sexo inconveniente.

Algunos son ordenados

Al mismo tiempo, el sacerdocio de los creyentes no implica que la iglesia no dé lugar a un ministerio separado. Si bien no existía un sacerdocio que perteneciera a una orden particular de creyentes, la iglesia neotestamentaria reconoció que en el ejercicio de su vida y responsabilidades corporativas se requería una idoneidad especial para desempeñar tareas especiales, y así admitió el principio de la selección representativa.

Cada cristiano convertido es llamado a un ministerio competente. Un “miembro laico” en el sentido del Nuevo Testamento es un miembro del laos theou, o sea “pueblo de Dios” (Heb 4:9; cf. 1 P 2:9; Hch 15:14; Tit 2:14). Ciertamente no es un miembro de iglesia que no tenga responsabilidades sacerdotales, o uno que haya delegado sus funciones de cuidado pastoral o de evangelismo a ciertos creyentes profesionales que han sido ordenados y se les paga para realizarlos. Todos los “laicos”, miembros del laos theou, cuando se usa el término en la manera bíblica, son sacerdotes y ministros en la iglesia, y todos los que hoy llamamos “ministros” son igualmente “laicos”.

No obstante, como sacerdotes de Dios y porque son sacerdotes, el Espíritu llama a algunos a ministerios específicos, incluyendo puestos de liderazgo o supervisión sobre el pueblo de Dios. Algunos son llamados y apartados, ordenados para la ocupación exclusiva de mayordomos en la casa de Dios y pastores de su rebaño. Son dones de Dios para la iglesia. Son creyentes sacerdotes escogidos por Dios y reconocidos por la iglesia como dotados con los dones apropiados para guiar al pueblo de Dios en el cumplimiento de la misión confiada a todo el cuerpo (Ef 4:11-16). No poseen una clase diferente de sacerdocio de la que es común al pueblo de Dios. Estos creyentes sacerdotes ordenados no son colocados por encima del cuerpo de Cristo, sino en él, en la congregación de todos los creyentes sacerdotes. La diferencia es de grado y no de clase.

¿Pedir que cese la ordenación?

En vista de que Dios favorece el ministerio de todos los creyentes sacerdotes, algunos han estado pidiendo que la iglesia suprima la práctica de la ordenación y que aliente al pueblo de Dios a funcionar de acuerdo con los dones del Espíritu que les han sido otorgados, sin tomar en cuenta el cargo. Hay poca duda de que en ciertos aspectos nuestras prácticas vigentes de ordenación han ido más allá de lo que se encuentra en las Escrituras. Sin embargo, la imposición de manos, el escoger algunos de entre los creyentes y encomendarles ministerios especiales es la costumbre claramente establecida en las Escrituras.

En el Nuevo Testamento, a menudo la imposición de las manos está asociada con la bendición (Mt 19:13-15), el sanamiento (Mt 9:18; Mr 6:5; 7:32; Lc 4:40; Hch 9:13, 17), y la recepción del Espíritu Santo (Hch 8:16-17; 19:4-7). En el Antiguo Testamento está asociada con la bendición (Gn 48:8-20) y el mandato o misión. Por eso Moisés separó a Josué y le encomendó la conducción del pueblo de Israel (Nm 27:18-23; cf. Dt 34:9). Volviendo al Nuevo Testamento, aprendemos que Jesús “estableció” a los Doce “para que estuvieran con El, para enviarlos a predicar” (Mc 3:13-14). Lucas meramente declara que los escogió y los llamó apóstoles (Lc 6:13). No se hace referencia aquí a una ceremonia en particular.

En Hechos 6:6 siete fueron apartados para una tarea específica por medio de la imposición de manos. Pablo y Bernabé fueron comisionados de la misma manera en Antioquía (Hch 13:1-3), así como también Timoteo (1 Ti 4:14; 2 Ti 1:6). Algo similar ocurrió en numerosas congregaciones de los primeros cristianos (cf. Hch 14:23). Se debería añadir que Pablo esperaba que Timoteo ordenara a otros en posiciones de liderazgo en la iglesia, ya que lo exhorta a no apresurarse en la imposición de las manos (1 Ti 5:22). Esta admonición muestra que esta comisión o encargo, que generalmente llamamos “ordenación”, es siempre un asunto solemne.

A partir de estos casos podemos inferir que la ordenación como comisión fue practicada por los apóstoles en la iglesia primitiva, comenzando con el caso de los siete de Hechos 6. El rito esencial parece haber sido la imposición de las manos junto con la oración. En varias ocasiones se lo relaciona con dones específicos ya otorgados por el Espíritu, y marcados por un acto de comisionamiento y reconocimiento público (Hch 6:3-5; 13:3). Como se lo explica en el Nuevo Testamento, está incorporado en el llamado universal del Espíritu a todos los creyentes a participar en el ministerio de la iglesia toda. No eleva a algunos cristianos por encima de los demás, sino los capacita para un ministerio especial con el fin de conducir a toda la iglesia de Dios “para la obra del ministerio” (Ef 4:12). Antes que acabar esta práctica, lo que hace falta más bien es la reflexión sobre el significado y el papel de la ordenación a la luz del sacerdocio de todos los creyentes[9].

¿Ordenar mujeres al ministerio?

En el contexto de este artículo no se puede evadir el asunto de si es apropiada la ordenación de la mujer a ministerios especiales, inclusive el ministerio pastoral. Algunos se oponen a la participación plena de la mujer en el liderazgo de la iglesia afirmando que en la iglesia Dios llama a los hombres para proveer liderazgo o jefatura y a la mujer para ayudarlos, particularmente en las áreas de adoración y pastorado. De este modo el ministerio en la iglesia sería un sacerdocio del cual las mujeres estarían excluidas.

Los hombres funcionaron como sacerdotes en los días de los patriarcas bíblicos lo mismo que después del pacto de Dios con Israel en el Monte Sinaí. Sin embargo, con el traslado del Israel a la iglesia cristiana ocurrió un cambio radical. Un nuevo sacerdocio es desplegado en el Nuevo Testamento: el de todos los creyentes. La iglesia cristiana es una congregación de creyentes sacerdotes. Tal eclesiología, tal entendimiento de la naturaleza de la misión de la iglesia, ya no presenta obstáculos para que la mujer sirva en cualquier ministerio. De hecho requiere una asociación de hombres y mujeres en todas las expresiones del ministerio ordenado. El reconocimiento del sacerdocio de todos los creyentes implica una iglesia en la cual la mujer y el hombre trabajan lado a lado en diferentes funciones y ministerios, dotados con dones distribuidos por el Espíritu Santo según su voluntad soberana (1 Co 12:7-11).

¿Alguna vez Pablo indicó que ciertos dones eran concedidos a los hombres y otros a las mujeres? ¿Hay algún intento de su parte, o de Pedro, de distinguir entre dones y roles, entre la dádiva del Espíritu y el ejercicio del ministerio por un sexo en particular? En la iglesia cristiana las distinciones de raza, posición social, estatus económico y sexo ya no son consideraciones válidas en cuanto a la ordenación al ministerio de la iglesia. Todos somos ministros dentro de la confraternidad de Cristo.

El individuo y la comunidad

Si bien esta enseñanza neotestamentaria no implica que la iglesia no dé lugar a un ministerio separado, si bien no objeta ver a hombres y mujeres sirviendo lado a lado en todas las expresiones del sacerdocio, tampoco justifica la actitud que un cristiano puede creer lo que quiera y que se lo siga considerando como un miembro fiel y leal del sacerdocio. Mientras que los reformadores del siglo XVI, en su interpretación del sacerdocio de todos los creyentes intentaron conseguir que sus contemporáneos comprendieran que cada uno de ellos podía y debía ir directamente a Dios, uno se pregunta si alguno de ellos habría esperado como consecuencia el individualismo desafiante tan común hoy.

Pedro no imaginó a creyentes “solistas” que pretendieran que nadie puede decirles lo que tienen que creer, que “Jesús y yo” es todo lo que se necesita. Insiste en el sacerdocio de todos los creyentes, subrayando la paridad y no la soledad. Entre los primeros creyentes cristianos, según nos cuenta el Nuevo Testamento, era en comunidad donde se leían e interpretaban los escritos apostólicos (cf. Col 4:16). Tales escritos se enviaban generalmente a la comunidad de los creyentes, “a todos los que estáis en Roma, amados de Dios” (Ro 1:7), “a la iglesia de Dios que está en Corinto” (1 Co 1:2; 2 Co 1:1), “a las iglesias de Galacia” (Gl 1:2), “a los santos y fieles en Cristo Jesús que están en Efeso” (Ef 1:1) y a “todos los santos en Cristo Jesús que están en Filipos” (Flp 1:1). Así también la primera epístola de Pedro se dirigió “a los expatriados de la dispersión en el Ponto, Galacia, Capadocia, Asia y Bitinia” (1 P 1:1). Era en la comunidad de los creyentes donde se compartían las ordenanzas y se lidiaba con las violaciones de la disciplina (1 Co 10-11; 5:1-5; cf. 2 Co 7:9-12). Era en la comunidad de creyentes sacerdotes donde surgían y se debatían las interrogantes (1 Ts 5:19-21; 1 Jn 4:1), y donde los cristianos se reunían para cuidar por cada uno en tiempos de adversidad (Hch 2:45; 4:32-37).

A medida que el cuerpo creció y se desarrolló, las iglesias se unieron primero bajo el liderazgo de los apóstoles y luego de los ancianos supervisores asignados en cada ciudad (Hch 14:23; 20:28; Heb 13:17). Si bien se pueden observar inmediatamente diferentes niveles de desarrollo espiritual e institucional, ciertos principios organizadores surgen como básicos para la iglesia del Nuevo Testamento. Caracterizaban a las congregaciones cristianas costumbres comunes (1 Co 11:16). Se enviaban cartas de recomendación de una comunidad a la otra (Hch 18:24-28). Se recogían colectas y se las enviaba de una congregación a la otra en el nombre de la iglesia (Ro 15:26; 1 Co 16:1-4; 2 Co 8:6-9). En tiempos de discusión y debate sobre los contenidos de la fe cristiana, los representantes de las iglesias se reunían, lograban una decisión bajo la orientación del Espíritu y entonces la compartían “para que se observara” en las congregaciones visitadas por los apóstoles (cf. Hch 15:1-29; 16:1-5). Las iglesias dependían entre sí en un vínculo de unidad, de la misma manera como lo hacían los miembros en una congregación local.

Todos los creyentes tienen un derecho único e inalienable de acceso directo a Dios. Vivificados por su gracia, son plenamente capaces de responderle directamente. Sin embargo, el sacerdocio de los creyentes no significa “yo soy mi propio sacerdote; puedo creer en lo que quiera”. Más bien significa que, como uno de los sacerdotes en una comunidad de creyentes sacerdotes, debo estar alerta en guardar el cuerpo de Cristo de ser arrastrado de “la fe que ha sido una vez dada a los santos” (Jud 3). Esto significa que en la comunidad de los santos Dios ha templado de tal manera el cuerpo, que somos todos sacerdotes para cada uno de los demás. La adhesión a las verdades de las Escrituras no viola el sacerdocio de los creyentes. Este sacerdocio universal no niega la libertad religiosa, pero tampoco es una licencia para la irresponsabilidad doctrinal. Hay necesidad de un equilibrio apropiado entre la responsabilidad individual y la integridad teológica. En la misma declaración que hemos estado considerando (1 P 2:4-10), el apóstol no presiona por un individualismo religioso sino exactamente por lo opuesto: la realidad de la iglesia como una comunidad.

He aquí otra de las tareas delicadas de la iglesia. Podemos equivocarnos ya sea por colocar límites demasiados severos o por la falta total de ellos. El papel de una teología bíblica apropiada es ayudar tanto a la iglesia como a cada creyente a conocer la diferencia.

Conclusión

La doctrina del sacerdocio de todos los creyentes es en su sentido más pleno una doctrina bíblica (Ex 19:4-6; 1 P 2:4-10). La Iglesia Adventista no ha podido, como tampoco otras, expresar en su vida cotidiana toda la riqueza de sus enseñanzas. En realidad, su contenido es más rico que lo que comúnmente se piensa, a saber, que como sacerdote, cada cristiano individual, hombre o mujer tiene, por medio de Cristo, acceso directo a Dios independientemente de los oficios de cualquier intermediario humano. El punto de vista bíblico es mucho más profundo que eso. Fundamentalmente significa que como cuerpo de Cristo y como su nuevo Israel, la iglesia está ungida para un sacerdocio en el mundo, un ministerio mediador que declara la voluntad de Dios “a toda nación, tribu, lengua y pueblo”, y lleva las necesidades humanas delante del trono de Dios en oración e intercesión.

Sin embargo esta enseñanza no debe ser confinada a una fórmula doctrinal, sino que debe encontrar expresión continua en la vida activa de la iglesia. Debiera ser decisiva y determinante en la conformación del curso futuro del movimiento adventista. Como tal, es una protesta contra el concepto del sacerdocio como un llamado dirigido a unos pocos. Tampoco está limitado a una raza, género o clase social particular. Cada función de cada miembro del cuerpo de Cristo es un sacerdocio, un ministerio a ejercerse en diversas esferas de la vida, ya sea en la iglesia o en un contexto “secular”.

El propósito práctico de la verdad de esta doctrina bíblica es lo que debe tenerse en cuenta. Por medio de nuestra experiencia personal del sacerdocio celestial de Cristo, como cristianos podemos salir de la infancia espiritual a una madurez espiritual (Heb 6:1). Este carácter práctico se ve más claramente en las diferentes exhortaciones de Hebreos, que tienen que ver con nuestra vida cotidiana: es porque tenemos un gran Sumo Sacerdote, que debemos hacer. Al tener un gran Sumo Sacerdote, retengamos nuestra profesión (Heb 4:14). Puesto que tenemos un Sumo Sacerdote compasivo, acerquémonos al trono de Dios con confianza (Heb 4:15-16). Dado que tenemos confianza para el acceso, acerquémonos con fe (Heb 11), retengamos nuestra esperanza (Heb 12) y considerémonos unos a otros con amor (Heb 13). Al haber recibido un reino, agradezcamos y ofrezcamos a Dios adoración agradable, con reverencia y temor (Heb 12:28). Así como Jesús sufrió, salgamos a El, llevando su maltrato (Heb 13:12-13). Como buscamos la ciudad eterna, la que está por venir, continuemos ofreciendo un sacrificio de alabanza a Dios (Heb 13:14-15). Se lo puede resumir en la exhortación antes señalada: “Acerquémonos”, “retengamos”, “no retrocedamos”. Aún necesitamos un Mediador, Jesús nuestro Señor.

A medida que comprendamos este privilegio de acercamiento y respondamos a estas exhortaciones de acercarnos y mantenernos cerca, encontraremos ese elemento de confianza y denuedo (parr ? sia), que es una de las características esenciales de la vida cristiana dedicada. Es tal el denuedo que el sacerdocio de Cristo intenta desarrollar y producir en los creyentes sacerdotes. Esta verdad del sacerdocio, tanto el de Cristo como lo enseña Hebreos, como el de todos los creyentes, según se lo encuentra en 1 Pedro y el libro del Apocalipsis, es esencial para una vida vigorosa, una experiencia madura y un testimonio gozoso.


Referencias

[1] En este breve capítulo es imposible entrar en los cuestionamientos histórico-técnicos y críticos relacionados con el sacerdocio del Antiguo Testamento suscitados por el enfoque de Graf-Wellhausen a la historia del sistema levítico. Al trabajar desde la base de una visión evolutiva de la historia, varios eruditos críticos han sostenido que las funciones tradicionales del sacerdocio del Antiguo Testamento no aparecieron hasta los días de la monarquía, o quizás hasta el fin del siglo VII a.C. El registro bíblico ubica el origen del sacerdocio israelita en los días de Moisés, en conexión con el ministerio en el tabernáculo (Ex 25-40).

[2] Las funciones sacerdotales de sacrificio fueron cumplidas desde los tiempos de los primeros patriarcas por los jefes de los clanes. Las actividades de Noé (Gn 8:20-24), Abram (Gn 12:7; 13:4, 18; 22:1-13) y Job (Job 1:5) son esclarecedoras de las funciones patriarcales de los padres de familia. Con anterioridad al sacerdocio hebreo establecido en el momento del pacto en el Sinaí, el Antiguo Testamento refiere el sacerdocio de Melquisedec (Gn 14:18), de los egipcios (Gn 41:45; 46:20; 47:22, 26) y el de los madianitas (Ex 2:16; 3:1; 18:1). Los sacerdotes mencionados en Ex 19:22, 24 probablemente son sacerdotes en Israel anteriores al sacerdocio levítico.

[3] Aunque a veces se nombra a Cristo como “obispo” en la epístola a los Hebreos (5:6; 7:11, 15; 8:4), la terminología usual es “Sumo Sacerdote” (2:17; 3:1; 4:14-15; etc.). Si bien en este estudio estamos particularmente preocupados con el sacerdocio de Cristo, no se debiera olvidar que en el Nuevo Testamento Él no es solamente Sacerdote o Sumo Sacerdote. Es Profeta, Sacerdote y Rey. Como Rey comparte el trono de Dios y le es dada toda autoridad en los cielos y en la tierra (Mt 28:18; Hch 2:33; 1 Co 15:25; Heb 1:3, 13; Ap 3:21; etc.). El mismo Nuevo Testamento lo considera como el profeta por excelencia, enviado por Dios como lo fueron los profetas del Antiguo Testamento (2 Cr 36:15-16; Jer 25:4; 26:4-5; 29:19), “el Profeta que había de venir al mundo” (Jn 6:14; cf. 1:21; 7:40), el cumplimiento de la profecía de Dt 19:15, 18. Su ministerio sumo sacerdotal es investigado más detalladamente en este estudio.

[4] Para una valiosa exposición de Cristo como Sacerdote y Sumo Sacerdote, véase Oscar Cullmann, Christology of the New Testament (Filadelfia: Westminster, 1959), cap. 4.

[5] Seis veces se compara el sacerdocio de Cristo con el de Melquisedec en el libro de Hebreos (5:6, 10; 6:20; 7:11, 15, 17). No se debiera perder de vista el hecho que Melquisedec era “semejante al Hijo de Dios” (Heb 7:3). Su sacerdocio no debe ser tomado como un modelo, pensando que el de Cristo se conformaba a ese patrón. Es justamente a la inversa: el sacerdocio de Cristo es definitivo. El de Melquisedec nos ayuda a entenderlo mejor.

[6] En cuanto al doble ministerio sacerdotal de Cristo, véase por ejemplo Frank B. Holbrook, The Atoning Priesthood of Jesus Christ (Berrien Springs, MI: Adventist Theological Society Publications, 1996), caps. 1, 6 y 7.

[7] Elena G. de White, El Deseado de todas las gentes, 761.

[8] El sacerdocio de todos los creyentes ha sido un concepto importante en el protestantismo. Impulsado primero por Martín Lutero, señalaba el deber de cada cristiano de oír la confesión de los compañeros cristianos, otorgarles perdón y sacrificar el yo a Dios. Véase Paul Althaus, The Theology of Martin Luther (Filadelfia: Fortress, 1966), 313-318. Ha venido a significar el derecho de todos los cristianos de acercarse a Dios sin un mediador sacerdotal, a interpretar las Escrituras por sí mismos, o presidir actividades de culto. Sin embargo, en armonía con las Escrituras, todo esto es aplicación de la declaración petrina antes que el resultado de la exégesis.

[9] Aunque a través de los siglos “el rito de la ordenación por la imposición de las manos fue grandemente profanado; se le atribuía al acto una importancia infundada, como si sobre aquellos que recibían esa ordenación descendiera un poder que los calificaba inmediatamente para todo trabajo ministerial” (Los hechos de los apóstoles, 131), Muy al principio Elena de White exhortó a los adventistas del séptimo día a “imponer las manos sobre aquellos que han dado suficiente evidencia que han recibido su misión de Dios, y los separe para dedicarse enteramente a su tarea. Este acto mostraría la sanción de la iglesia a su salida como mensajeros a llevar el más solemne mensaje alguna vez dado a los hombres” (Primeros Escritos, 101).

 

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